Jorge G. Castañeda
Hace unos 25 años viaje en compañía de Adolfo Aguilar Zínser y Porfirio Muñoz Ledo a Tijuana para presentar un libro colectivo. Al llegar al aeropuerto de la ciudad fronteriza, como siempre apareció un filtro del Instituto Nacional de Migración entre la sala de llegada y la salida a la zona de maletas. A la gran mayoría de los pasajeros, incluyendo a Adolfo y a Porfirio, los agentes del INAMI les permitieron el paso sin pedir documentos. A mí no.
Por una razón sencilla y bastante obvia: mi apariencia física sugería que podría yo ser extranjero y por lo tanto debía identificarme. El agente, amablemente, me pidió una identificación y yo con la misma amabilidad me negué a dársela. Me preguntó por qué y le expliqué: yo soy mexicano, estoy en territorio mexicano, no estoy en tránsito hacia otro país ya que el aeropuerto de Tijuana es un aeropuerto nacional.
Por lo tanto, el agente del INAMI –o cualquier otra autoridad– no tiene derecho a solicitarme la presentación de alguna identificación. En México no tenemos ningún documento de portación obligatoria que nos identifique como mexicanos. Algunos lectores recordarán que desde principios de los años 80 se ha discutido el tema de crear una cédula nacional de identidad. Esa sí sería de portación obligatoria, pero ha sido imposible, por buenas y malas razones, poner en práctica esta propuesta.
Viene esto al caso ya que, según el periódico Reforma, el día lunes, en uno de los cruces del Suchiate, ocho marinos fueron increpados por los balseros y comerciantes que transportan bienes y personas de un lado al otro del río, cuando estos –los marinos– exigieron una identificación a los oriundos. Se congregó un grupo de más de cincuenta balseros y comerciantes que agredieron verbalmente a los marinos y se negaron a mostrar una credencial. Los marinos, siguiendo las acertadas instrucciones de López Obrador de no recurrir al uso de la fuerza, batieron en retirada. Los balseros, comerciantes y, muy posiblemente, algunos migrantes extranjeros, salieron avante.
El tema aquí es que no hay manera de que los marinos, ya sea vestidos de azul o de Guardia Nacional, sepan todo esto. No es su chamba saberlo y no van a poder nunca aprenderlo en un plazo razonable y a un costo sostenible. Lo mismo es cierto para el otro caso que es más preocupante, y que se refiere a la supuesta transferencia de 850 policías federales al Instituto Nacional de Migración hace unos días, ya que el INAMI no cuenta con el personal suficiente para llevar a cabo la política de Trump en territorio mexicano.
Cuando un extranjero es detenido en México, más o menos legalmente, por no portar la documentación que establezca su presencia legal en el país, es remitido por quienes lo detienen o bien al INAMI o bien, si solicita asilo, a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar). Tanto el INAMI como la Comar revisten la obligación de escuchar al detenido para determinar si tiene la condición de refugiado, solicite asilo o no, pues la mayoría de los refugiados ni siquiera saben si lo son. Sólo saben que huyen por temores fundados y que no quieren ser devueltos. Pero cada vez más migrantes empezarán a pedir asilo. Todos los migrantes van a empezar a hacerlo en México como lo hacen en Estados Unidos y se deberá resolver si tiene derecho a diversos tipos de audiencias y de apoyo de Comar o si debe ser deportado de inmediato. El tema aquí es que aun si los policías federales, ahora incorporados el INAMI, saben algo de derecho internacional de refugiados y de derechos humanos, es poco probable que conozcan los cambios importantes que han tenido lugar en México en los últimos años.
El derecho internacional de refugiados se rige por la Convención de 1951 de la ONU. Esa es la que determina que un refugiado era aquella persona que tenía “un temor fundado por su vida” debido a una serie de circunstancias, principalmente de orden político, étnico, racial o religioso. A partir de los años 80 en distintas partes del mundo se empezó a hablar de lo que se llamó la protección complementaria.
Se trataba de asimilar que en el ínterin surgieron otros motivos de temor por la vida, que no necesariamente cabían dentro de la definición restringida de la Convención del 51. A lo largo de los años, y en el caso de América Latina, a partir de la Declaración de Cartagena de 1984, y a través de distintas recomendaciones de ACNUR, se ha ido extendiendo la definición de refugiado. Entre ellas se incluyen la violencia generalizada, la hambruna, el cambio climático, y la violencia intrafamiliar. México incorporó los principales preceptos de la Declaración de Cartagena en la nueva Ley de Refugiados de 2011, impulsada por el gobierno de Calderón, de tal suerte que hoy en día la definición de refugiado vigente en México es mucho más amplia.
No es que los anteriores agentes del INAMI, profundamente corruptos, violentos e inservibles, hayan conocido de cerca la Convención de 51. Tampoco que Comar haya dispuesto antes de los recursos necesarios para hacer su trabajo. No obstante se le está pidiendo a toda esta gente que desempeñen una labor imposible en vista de la complejidad del tema que Trump le ha encargado a las autoridades mexicanas.
Si en México tuviéramos una sociedad civil organizada digna del nombre, todos los abogados decentes en este país –y hay decenas de miles– se pondrían al servicio de los migrantes centroamericanos. Les ayudarían a ampararse o protegerse contra los abusos de la autoridad, las detenciones ilegales, las exigencias de cantar el himno nacional, o de nombrar la alineación de la selección mexicana en el Mundial de 1986. Lo harían pro bono, in situ, turnándose, como lo hacen abogados en Estados Unidos como los de ACLU, a quien corresponde ahora defender a los migrantes centroamericanos contra los abusos de las autoridades mexicanas. Es decir, contra el acuerdo infame firmado entre López Obrador y Trump a propósito del Remain in Mexico o, muy pronto, Tercer país seguro.