Jorge G. Castañeda
Hoy se cumplen 40 años de la entrada a Managua de las columnas y los dirigentes del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Al cabo de una guerra sangrienta, de una negociación internacional compleja, y de un levantamiento popular importante, el dictador Anastasio Somoza se vio obligado a huir del país, a la larga refugiándose en Paraguay, donde sería ejecutado por exguerrilleros argentinos poco más de año después.
No queda mucho de esa revolución; no hay mucho que festejar. Estados Unidos le hizo la vida imposible al gobierno sandinista a partir de 1981, obligándolo primero a librar una nueva guerra contra la “contra”, luego a celebrar elecciones, y finalmente a perderlas en 1990. Pero los sandinistas y sus amigos cubanos cometieron todos los errores imaginables en aquellos años, potenciando la agresión de Ronald Reagan, y el descontento popular, sobre todo en el campo. Entre 1990 y 2005, Nicaragua intentó reparar los daños causados por casi quince años de guerra; no pudo.
Al grado que en 2007 fue electo presidente Daniel Ortega, quien había ocupado el cargo primero como producto de la revolución, y luego gracias a elecciones ilegítimas celebradas en 1984. Desde entonces gobierna Ortega, ya en un esquema dinástico, acompañado por su esposa, Rosario Murillo, actualmente vicepresidente y futura candidata a suceder a su marido.
¿Qué podemos concluir de estos cuarenta años transcurridos? ¿Es válida la consigna de los manifestantes estudiantiles de 2018: Ortega, Somoza, son la misma cosa? Primero, que no basta con derrocar, o sustituir, un régimen odioso, represivo, corrupto y anacrónico, para que todo mejore en un determinado país. Lo terrible del status quo ante es que no garantiza un futuro más prometedor, o francamente superior. Después de la revolución, todo puede salir mejor, o peor. No hay seguros contra el retroceso.
En segundo lugar, que Estados Unidos, por lo menos en países pequeños como Nicaragua –y varios más– sí puede elevar estratosféricamente el costo de seguir adelante por la vía revolucionaria. Puede transformar el famoso “morir de pie” (en lugar de vivir de rodillas) en un verdadero infierno para millones de personas. A la larga, la guerra de Reagan concluyó gracias a una negociación promovida por Oscar Arias, de Costa Rica, pero el precio de la guerra que pagaron los nicaragüenses fue exorbitante.
Cuando tuvieron la oportunidad de votar para manifestar su opinión, prefirieron abandonar el camino de la revolución si implicaba seguir en guerra. Fidel Castro tuvo razón: no había que darle la oportunidad a los nicaragüenses de escoger, como nunca se la brindó a los cubanos. Si la gente puede decidir, y los sacrificios son enormes, la inmensa mayoría opta por la solución menos heroica, pero más soportable.
Finalmente, la experiencia de Nicaragua nos muestra que es preferible actuar a tiempo para desplazar a un régimen dictatorial que esperar a que se caiga solo. Somoza debió haber salido de su búnker de Managua meses, sino años, antes. Sólo los titubeos de Carter le permitieron sobrevivir. Hoy en día, urge que la comunidad hemisférica, incluyendo desde luego a Estados Unidos, haga lo necesario para que Ortega y Murillo se marchen a La Habana lo más pronto posible, que se realicen elecciones libres y supervisadas cuanto antes, y que el nuevo calvario que padece ese pobre país termine lo más pronto posible. Se lo debemos a quienes sí creyeron y lucharon por un nuevo mundo hace cuarenta años.