Jorge G. Castañeda
El martes 6 de agosto seis exsecretarios de Salud divulgaron una carta dirigida al presidente López Obrador, a propósito del Seguro Popular. Reconociendo que hay muchos elementos que pueden mejorarse –subrayan el carácter transexenal del proyecto, su eficacia en atender a población no cubierta por las instituciones anteriormente existentes, y su impacto positivo en los sectores más desfavorecidos de la sociedad–, piden un amplio debate entre especialistas, usuarios y protagonistas antes de una decisión temeraria e irreversible.
El Seguro Popular fue inventado y echado a andar por Julio Frenk en 2003, durante el sexenio de Fox y gracias a su apoyo. Su auge tuvo lugar durante el sexenio siguiente, pero Peña Nieto lo mantuvo y lo siguió ampliando. La intención era obvia. En un país con una enorme economía informal, la cobertura de salud del IMSS, del ISSSTE y, por otras razones, de los institutos de salud estatales, dejaba desprotegida a más de la mitad de la población. Era necesario construir un mecanismo que le brindara un mínimo –y en algunos casos un máximo– de seguridad a quienes carecían de cualquier tipo de ella. La cobertura creció a ritmos vertiginosos, llegando a más de 60 millones de mexicanos en la actualidad.
Desde un principio, surgieron críticas al sistema. Menciono las tres más importantes. Primero, al coexistir con las otras instituciones, generaba un incentivo a la informalidad. Para qué cotizo al IMSS si consigo lo mismo casi gratis en el Seguro Popular. Segundo, al ponerse en práctica a través de los gobiernos estatales, permitía o fomentaba la corrupción por parte de los gobernadores, de por sí corruptos. Estos inflaban los padrones, obtenían más recursos de los pertinentes y, además, utilizaban dichos recursos para otros fines. Por último, al contar únicamente con la infraestructura existente, castigaba la calidad de la atención médica: más gente demandando más servicios a los mismos proveedores.
A pesar de estas críticas, los datos de Coneval recién publicados nos dicen mucho sobre los efectos inmensamente positivos del Seguro Popular. Según la institución en peligro de extinción –junto con el Seguro Popular y muchas más– en 2008 –primer año de medición comparable–, la “población con carencia por acceso a los servicios de salud” alcanzó 38.4 millones. El total disminuyó sistemáticamente hasta 2016, cuando llegó a su mínimo histórico de 15.5 millones, volviendo a repuntar, ligeramente, en 2018, a 16.2 millones. Estas cifras las proporciona Coneval a partir de las Encuestas Ingreso/Gasto de los Hogares, levantadas por el INEGI cada dos años.
Revisando rápidamente los demás datos divulgados por Coneval, en ningún ámbito se logró un avance de esta magnitud. Se puede desde luego discutir –y con razón– la calidad de ese “acceso”, y su costo y consecuencias. De la misma manera, críticos responsables pueden sostener que lo que el país necesita no es un sistema de salud compuesto por una suma de programas e instituciones, sino un sistema único y universal, financiado por la bolsa fiscal central, por completo desvinculado del empleo por un lado, del ingreso (o falta de) por el otro. Eso debiera hacer este gobierno, pero todo indica que ya abandonó cualquier aspiración al respecto.
Más bien lo fuerte de este régimen es destruir las instituciones que no le gustan, en lugar de mejorar, transformar o consolidar las existentes. Ahora le toca al Seguro Popular, y al Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos del SP, que va a ser depredado por el gobierno de AMLO para financiar sus dizque “nuevas” instituciones. Ojalá la ola de amparos por venir –al igual que en otros rubros– dificulte la política de “tumba y quema” institucional del gobierno de López Obrador. Si no, podemos amanecer un buen día sin nada.