Los resultados de la primera vuelta de las elecciones brasileñas arrojan varias lecciones para el país y para toda América Latina que vale la pena asimilar. Son de varias índoles, pero quisiera concentrarme en tres de ellas: para los encuestadores en toda la región; para Lula, su partido y su coalición electoral; y para la izquierda latinoamericana.
Por segunda vez en pocos meses, las encuestas subestimaron al electorado conservador y de derecha en América Latina. Fue el caso en Chile, a la luz de la proporción mucho más elevada de la que pronosticaban los sondeos, en el referéndum sobre la nueva Constitución, a principios de septiembre. Y ahora, claramente, los sondeos en Brasil se equivocaron en los pronósticos sobre la votación a favor de Jair Bolsonaro. Algunas encuestadoras que le daban el 48% acertaron en su estimación del porcentaje de Lula, pero hubo otras que le daban la victoria a Lula en primera vuelta y fallaron. Pero en el caso de Bolsonaro, la mayoría de las encuestas le vaticinaban entre 35 y 40 % del voto, y terminó con 43%, una diferencia de ocho puntos. Esto también sucedió con las gobernaciones de varios estados, incluyendo Río de Janeiro.
La explicación más probable en ambos casos –Chile y Brasil– es algo que ya se había visto en Estados Unidos y en algunos países de Europa, a saber: los votantes de derecha o de ultraderecha se resisten a confesarle al encuestador su verdadera intención de voto. Pareciera que les da vergüenza revelarle, por teléfono o en persona, que piensan votar por alguien que es catalogado de fascista, extremista de derecha, racista, etcétera. En una palabra, mienten.
Este síndrome, que en Estados Unidos es una teoria llamada el Bradley effect, nació con la elección para la gobernación de California en 1982. En dichos comicios, el alcalde saliente de Los Ángeles, Tom Bradley –de raza negra–, llevaba la delantera en todas las encuestas. Perdió ante su rival republicano. La explicación que encontraron los encuestadores, todos los cuales habían pronosticado la victoria de Bradley, es que una gran cantidad de votantes blancos, más bien de centroderecha, no querían reconocer que jamás votarían por un negro. Es decir, se negaban a aceptar su sesgo inconsciente o su racismo.
La lección para Lula y su alianza es que, además de la debilidad que seguramente padecerán en ambas cámaras del Congreso, donde los partidarios de Bolsonaro alcanzaron mejores cifras que las esperadas, el país está mucho más dividido de lo que se pensaba. Si uno mira los resultados desastrosos de la gestión de Bolsonaro, en materia económica, de gestión de la pandemia, de defensa del medio ambiente, del ridículo papel internacional del actual presidente, uno podría haber esperado un rechazo mucho más rotundo del electorado. No fue el caso. La gente obviamente votó, en parte, contra Lula; en parte, por el conservadurismo de Bolsonaro; pero no lo abandonó por su pésimo desempeño como presidente. Obtuvo casi dos millones de votos más que en 2018.
Esto significa que Lula, rumbo a la segunda vuelta, cuenta con todo menos con un mandato para su programa, cualquiera que este sea en realidad. Muy hábilmente, el expresidente procedente del Partido de los Trabajadores dijo poco sobre lo que pensaba hacer, y mucho sobre lo que había hecho durante sus ocho años como mandatario. Pero ahora, por necesidad, tendrá que moderar sus ambiciones sociales, ambientales, de seguridad e internacionales, en vista de la fuerza que consolidó la derecha brasileña. Lula es un político pragmático e inteligente, y seguramente sabrá alinearse con la realidad. Pero su coalición incluye un ala izquierda que no verá con agrado cualquier giro suyo hacia el centro, más allá de lo que ya efectuó antes de las elecciones.
La lección para la izquierda latinoamericana es que, a pesar de la pandemia, de la contracción económica de 2020, de la desigualdad y de la mediocridad de los estados de bienestar en América Latina, de la pésima gestión de la derecha en muchos de estos países, los votantes de la región no están dispuestos a darle un mandato transformador a sus gobernantes. Quieren alternancia, quieren cambio, desean una política social ambiciosa, audaz y eficaz, pero no buscan una revolución. Por desgracia, la derecha latinoamericana existe. O, en todo caso, la izquierda revolucionaria no existe. Los resultados de Brasil y de Chile lo confirman.
Habrá que ver con más detalle en los días y semanas que vienen por qué los brasileños votaron como votaron, cuál es el perfil preciso del votante de Bolsonaro y del votante de Lula, tanto en términos regionales como étnicos, de género, de religión, de edad y de inclinación política. Pero, por lo pronto, esas tres lecciones preliminares parecen poder deducirse de los comicios del domingo.