Las elecciones del domingo 7 de mayo de una nueva Convención Constituyente en Chile arrojaron resultados que han sido ampliamente comentados en medios internacionales. Más allá del nuevo golpe asestado, a pesar suyo, al Gobierno de Gabriel Boric, los números revelan algunas tendencias preocupantes.
La ultraderecha, el Partido Republicano del excandidato presidencial Jorge Kast, llegó en primer lugar, con 35 % del voto; junto con la derecha tradicional, el bloque conservador alcanzó 34 escaños (23 para el Partido Republicano y 11 para Chile Seguro) de los 50 en liza, asegurando así un número suficiente para evitar un veto de las fuerzas de izquierda y de centroizquierda.
Otro resultado notable fue el desplome, justamente, de esa centroizquierda, correspondiente a la vieja Concertación, que gobernó el país de 1990 a 2010 (Concertación de Partidos por la Democracia), y que no consiguió ni un solo escaño. Por último, la puesta en práctica -por primera vez- del voto obligatorio y de la inscripción automática, entrañó un número anómalo y sorprendente de votos nulos y blancos: 17 % del total.
Abundan las explicaciones de cada uno de estos resultados, y de otros más. Es posible que la nueva cantidad de votantes “obligados”, por definición menos politizados que los “voluntarios” de comicios previos, se haya inclinado por la anulación de sus boletas, sobre todo ante una elección que no despertó mayor entusiasmo dentro de la sociedad chilena en su conjunto. Y se antoja verosímil la explicación del éxito de la derecha, extrema y moderada, por parte de un analista chileno, Cristóbal Rovira: si una elección se juega sobre la inmigración y la seguridad, gana la derecha. Son sus temas. Los de izquierda son otros.
Pero tal vez lo más desconcertante de la votación chilena del 7 de mayo reside en otro lado. Una de las narrativas más socorridas sobre la sucesión de acontecimientos en Chile desde 1990 es, más o menos, la siguiente. A partir del fin de la dictadura de Augusto Pinochet, el país fue gobernado, primero, por la Concertación de centroizquierda, luego por un presidente de centroderecha durante dos períodos, y por una presidenta por segunda vez, de una izquierda más pronunciada. Hasta 2019, es decir, por 30 años, imperó en Chile una gran continuidad de políticas y de personas (los últimos 16 años antes de Boric, gobernaron dos presidentes: Michelle Bachelet y Sebastián Piñera). Esas políticas trajeron un crecimiento económico inicialmente considerable, una reducción de la pobreza, una expansión de la clase media, un cierto estancamiento económico posterior y una dolorosa persistencia de la desigualdad. En pocas palabras, un desempeño decente, incluso sobresaliente, comparado con otros países de América Latina, pero sin más. Y una acumulación preocupante de agravios, en materia de salud, educación, vivienda, pensiones.
En octubre y noviembre de 2019, debido a un aumento de 30 pesos en el precio del boleto del Metro en Santiago, se produjo el ya famoso estallido social, que a lo largo de un mes incluyó quemas de estaciones del Metro, manifestaciones gigantescas, una represión virulenta y una crisis de consciencia de un amplio espectro de la sociedad. Gritaban los jóvenes: “No fueron 30 pesos, fueron 30 años”. Parte de esta historia es cierta –la continuidad de políticas, un crecimiento insuficiente en promedio, bienes públicos deficientes– y otra es falsa: la desigualdad sí disminuyó, y las causas del estallido encierran una complejidad mayor. Pero mucha gente, dentro y fuera de Chile, aceptó la narrativa descrita.
De ella se derivó una segunda interpretación de lo que siguió. En la estela del estallido, la clase política chilena, en parte gracias a la actuación responsable y audaz de la izquierda, y en particular de legisladores como Boric, construyó una salida ejemplar. Buscó diseñar un camino institucional, pacífico, audaz y a la vez sensato, para canalizar el descontento hacia una meta considerada deseable por una buena parte de la sociedad chilena: una nueva Constitución. Esta sustituiría a la carta magna vigente, redactada y “aprobada” por la dictadura en 1980, y reformada bajo la presidencia de Ricardo Lagos en 2005.
Así, se dibujaba un círculo virtuoso. El estallido recibía una respuesta política, casi de consenso. El país recibía una nueva constitución, a tono con los enormes cambios económicos, sociales, culturales e internacionales acontecidos desde 1980. Cada uno de estos trazos alimentaba y fortalecía al otro.
La primera corroboración del carácter virtuoso de esta solución se produjo con el referéndum de 2020 sobre si era conveniente una nueva constitución: más del 70 % de los votantes respondieron afirmativamente.
Una segunda vindicación surgió en la elección de los constituyentes: no votó tanta gente, pero los que sí acudieron a las urnas eligieron una asamblea diversa, plural, de renovación de rostros y orígenes, paritaria y refrescante.
Hasta allí todo era miel sobre hojuelas, y Chile parecía dar un nuevo ejemplo a la región de como recorrer senderos novedosos, imaginativos e institucionales.
Las cosas comenzaron a descomponerse con la redacción del texto constitucional. Se incorporaron demandas y afirmaciones que correspondían a las exigencias de grupos importantes, anteriormente excluidos, pero que no eran siempre compartidas por los demás componentes de la Asamblea Constituyente. Pueblos originarios, mujeres, sectores LGBTIQ+, ecologistas y otros vieron plasmadas una parte de sus reivindicaciones, pero la sociedad chilena se espantó, y en septiembre de 2022 rechazó la propuesta, con casi 62 % del voto.
Extraña coincidencia: esa proporción, el llamado “Rechazo”, es casi idéntica a la suma de votos de la derecha y la ultraderecha el pasado 7 de mayo.
Con la configuración de fuerzas en la nueva convención, parecen presentarse únicamente dos desenlaces. O bien el bloque conservador redacta una nueva carta parecida a la existente, o incluso más orientada hacia la derecha, y esta es de nuevo rechazada por el electorado en el referéndum programado para fin de año. O bien confecciona una propuesta inocua, insulsa, aprobable por todos, pero aplaudida por nadie. En otras palabras, el resultado de los comicios del 7 de mayo parece equivaler a una condena, a un rechazo, en los hechos, al procedimiento mismo, al círculo virtuoso descrito, de canalizar la protesta política y social hacia un destino institucional, de refundación constitucional.
Redactar una constitución al fragor de una revuelta social aparecía como el mejor de los mundos posibles. Algunos, sin embargo, vaticinaron que la calle y el cónclave constitucional no necesariamente son compatibles; que el calor y el clamor de la protesta no se prestan fácilmente al frío y la calma indispensables para elaborar una nueva norma organizadora de la sociedad, cualquiera que esta sea.
Ciertamente, todavía puede producirse una conclusión feliz de todo este proceso: una constitución renovada sustancialmente, pero razonable a los ojos de una fuerte mayoría de chilenos, y ratificada por ellos a fin de año. No es imposible, pero hoy no parece probable.