Al cabo de múltiples negociaciones y tropiezos, la Asamblea Anual de la Organización de Estados Americanos (OEA), celebrada en Washington del 21 al 23 de junio, aprobó una resolución sobre la situación en Nicaragua. Sin ser la condena a la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo que, en mi opinión, muchos hubieran deseado, el texto refleja un cierto cambio en la correlación de fuerzas en las Américas entre los gobiernos de la mal llamada “segunda marea rosa” y los países gobernados por el centro o la centroderecha. Esta mutación es digna de notarse y de celebrarse, por pequeña y marginal que pueda parecer.
El proyecto de resolución inicial fue presentado por Estados Unidos, Canadá, Chile, Costa Rica, y Antigua y Barbuda. Contenía lenguaje vehemente y poco eufemístico sobre las violaciones a los derechos humanos en Nicaragua, la represión al clero, la confiscación de sus propiedades, de las de organizaciones de la sociedad civil y de la Cruz Roja, sobre los informes del Consejo de Derechos Humanos de la ONU a propósito de las denuncias de crímenes de lesa humanidad en Nicaragua, la enorme cantidad de nicaragüenses que dejaron su país desde 2018, y sobre el retiro de la nacionalidad a decenas de opositores al régimen de Ortega.
El gobierno de Nicaragua no ha reaccionado a esta resolución, como tampoco lo hizo ante la publicación de un informe de la ONU en marzo.
La representación de Brasil, por motivos no del todo comprensibles, buscó moderar el proyecto de resolución actual de la OEA de manera significativa, tanto en los considerandos como en la parte operativa. Esto provocó la reacción de varios países, así como del grupo de opositores despojados de su nacionalidad por las autoridades en Nicaragua. El gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva dio a entender que deseaba un lenguaje más moderado para no cerrar las puertas a una mediación animada por Brasil, tanto entre los opositores y el gobierno, como entre el régimen de Nicaragua y la Iglesia.
Después de largas negociaciones que incluyeron a Estados Unidos, Brasil, Chile y Colombia, se aprobó por unanimidad y sin objeciones una resolución que tomó en cuenta algunas consideraciones brasileñas, pero que al final de cuentas mantuvo la redacción vigorosa y explícita del proyecto inicial. El documento expresa “su preocupación por los múltiples informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el escalamiento de la represión, el cierre del espacio cívico, las violaciones a los derechos humanos, el deterioro de la situación de las mujeres, pueblos indígenas y afrodescendientes, incluida la denegación de derechos civiles y políticos básicos de la ciudadanía nicaragüense, así como la violación del derecho a la propiedad y seguridad social”.
Los gobiernos que aprobaron el texto se alarmaron “por los casos reportados de más de 3.000 organizaciones no gubernamentales y humanitarias nacionales e internacionales, cuyas personalidades jurídicas han sido canceladas y sus propiedades confiscadas”. Y se preocuparon profundamente “por las denuncias de persecución de miembros del clero y de comunidades religiosas”, así como por el informe de marzo de 2023 del Grupo de Expertos en Derechos Humanos sobre Nicaragua del Consejo de Derechos Humanos, que asegura que existen elementos de hecho para concluir, prima facie, la existencia de un crimen de lesa humanidad de persecución”.
A la luz de estos considerandos, la Asamblea General de la OEA resolvió: “Instar al Gobierno de Nicaragua a que libere de forma inmediata e incondicional a todos los presos políticos… a que se abstenga de reprimir y de detener arbitrariamente a líderes de la Iglesia católica … (y a que) deje sin efecto las normas que permiten privar arbitrariamente de su nacionalidad a ciudadanas y ciudadanos”.
La primera lección que se deriva de este episodio es que los países que buscan adoptar una posición más dura frente al gobierno de Ortega y Murillo no disponen de los votos suficientes para invocar la Carta Democrática Interamericana, y en particular sus artículos 17 y 18, con el fin de condenar la suspensión de la gobernanza democrática en ese país. Necesitarían dos tercios de 35 países miembros, y no los hay.
La segunda lección interesante es que el Chile del presidente Gabriel Boric confirma su vocación de gobierno defensor de los derechos humanos al copatrocinar el proyecto de resolución inicial. Considera, por lo menos tácitamente, que la defensa de los derechos humanos se sitúa por encima del llamado principio de no-intervención, y no se alinea al respecto con otros gobiernos de izquierda en la región. Su posición frente a Venezuela es análoga; ante Cuba es otra historia: más bien el silencio, excepto por una crítica en 2022 al arresto de manifestantes en la isla.
En tercer término, gobiernos que anteriormente defendían, aunque solo de labios para afuera, al régimen nicaragüense, como Bolivia, Brasil, Argentina, México y San Vicente y las Granadinas, y hasta cierto punto Colombia, tuvieron que sumarse al consenso. El caso de Colombia es complejo, ya que por un lado el presidente Gustavo Petro, al inicio de su mandato, se abstuvo de votar una resolución de la OEA sobre la situación de los derechos humanos en Nicaragua, pero al mismo tiempo mantiene un diferendo con Managua a propósito de límites marítimos y soberanía de islas en el Caribe. Su inclinación ideológica, como se ha visto en lo tocante a su benevolencia con el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, hubiera sido apoyar a Ortega. Pero sus intereses nacionales, y su necesidad de no alejarse de Estados Unidos, lo condujeron, también, a sumarse al consenso.
En cuarto lugar, el cambio de canciller en México sugiere un cambio también en la actitud de ese país en la OEA. Desaparecieron los gritos y sombrerazos bolivarianos de la representante permanente mexicana, Luz Elena Baños Rivas, tanto en lo referente a Nicaragua y Venezuela, como frente al presupuesto de la organización o su bête noire, el secretario general Luis Almagro. La llegada de Alicia Bárcena a la Secretaría de Relaciones Exteriores puede significar una modificación frente a la estridencia de la embajadora, que debiera ser trasladada a otra adscripción para evitar mayores vergüenzas.
¿Significa esto que soplan vientos de mayor defensa de los derechos humanos y la democracia representativa en la región? Obviamente sería prematuro afirmarlo. Pero ya se produjo un cambio, modesto sin duda, pero cambio al fin. No es despreciable y debe ser valorado.