La nueva crisis migratoria no es ni la primera ni la última que ha sucedido en esta región del mundo desde el verano de 2014. Como algunos recordarán, en aquel momento, de repente, decenas de miles de menores no acompañados cruzaron de Guatemala a México, camino a Estados Unidos. Provocaron un verdadero pánico en la administración Obama, que ejerció fuertes presiones sobre el gobierno de México, encabezado en aquel momento por Enrique Peña Nieto, para detener el flujo. Desde entonces ha habido caravanas, flujos masivos, la pandemia, deportaciones a gran escala, un verdadero éxodo nacional desde Cuba y Venezuela, y todo tipo de amenazas e intentos por parte de todos los países involucrados para controlar una verdadera marea humana.
Se pensó que, en el mes de mayo de este año, cuando Estados Unidos suprimió el llamado Título 42, en vigor desde principios de la pandemia de covid-19, que le permitía al gobierno de Washington deportar sin mayores trámites a mucha gente, que el flujo aumentaría enormemente. No fue el caso. Al contrario. En junio el flujo de mexicanos, centroamericanos, cubanos, haitianos y sudamericanos, disminuyó, generando esperanzas de que se trataba de una caída más o menos permanente. Tampoco fue el caso. A partir de julio comenzó a crecer de nuevo el flujo. Las cifras de detenciones ese mes en la frontera entre México y Estados Unidos ya fueron muy elevadas, pero, sobre todo, comenzaron a surgir desde el verano, presiones adicionales en todo el recorrido que utilizan los migrantes.
El gobierno de Panamá anunció a finales de septiembre que durante los primeros nueve meses de este año 402.000 personas cruzaron el llamado Tapón del Darién desde Colombia, una cifra muy superior a la del año entero de 2022, cuando ingresaron a territorio panameño cerca de 250.000 migrantes procedentes del sur. El diario The New York Times publicó un largo reportaje hace varias semanas explicando cómo en ese tramo infernal del camino de Sudamérica a Centroamérica, de selva, lodo, ríos, cerros, serpientes y todo tipo de predadores humanos, se ha creado un gran negocio por parte de unos, y de apoyo, por parte de muchas oenegés, que buscan volver menos peligroso -y más lucrativo- el cruce. Hay grupos de personas altruistas, y otros mucho menos, que por una pequeña suma ayudan a cargar bebés, maletas, personas, comida, etcétera, en todo el Tapón. Esta nueva evolución puede contribuir a aumentar el flujo al facilitarlo y volverlo así más peligroso. Todas esas personas se dirigen a Estados Unidos. Les falta recorrer todo Centroamérica y, lo más peligroso de todo, el territorio mexicano desde Chiapas hasta las ciudades fronterizas del norte: Tijuana, Mexicali, Nogales, Ciudad Juárez, Piedras Negras, Ciudad Acuña, Nuevo Laredo, Reynosa, Matamoros.
La presión procedente de América del Sur, que se manifiesta sobre todo en el éxodo de venezolanos y ecuatorianos, debido al nuevo deterioro de la economía venezolana y al incremento brutal de la violencia en Ecuador, se suma a la de otros países. Entre ellos destaca Nicaragua, donde decenas de miles huyen de la dictadura de Daniel Ortega, pero en muchos casos ya dirigiéndose hacia el norte, en lugar de hacerlo hacia el sur -a Costa Rica- como acostumbraban a hacerlo. Sigue llegando gente a México desde luego de El Salvador, Honduras y Guatemala, y por supuesto de Haití y de Cuba. Todo esto ha incrementado enormemente el flujo migratorio dentro de México, al que acompaña un mayor número de mexicanos huyendo también de la creciente violencia en muchos estados, como Michoacán, Zacatecas, Guerrero y Guanajuato, y la de otras nacionalidades. Múltiples ciudades mexicanas se ven inundadas por migrantes que llegan de todas partes del mundo y que utilizan todas las vías posibles e imaginables para llegar a la frontera norte. Se suben a los distintos ferrocarriles que van del sur, o sobre todo del centro del país, hacia el norte; se montan en autobuses donde los extorsionan las autoridades mexicanas y las empresas de transporte, de acuerdo con múltiples testimonios; piden ayuda, alimentación, albergue y todo durante su recorrido; y al final llegan a la frontera con Estados Unidos.
Ahí ha empezado de nuevo el cruce legal o sin autorización para entregarse, en el caso de todos, salvo los mexicanos, a las autoridades norteamericanas, ya sea para pedir asilo, ya sea para simplemente ser detenidas y luego ver qué hacen con ellas. En el mes de agosto la cifra de detenciones alcanzó más de 300.000 en todo el país, la mayor en cinco años. En varios días de septiembre, tuvieron lugar entre 8.000 y 10.000 detenciones en la frontera sur de Estados Unidos, también las cifras más altas de los últimos cinco años.
Aunque muchos son resguardados en instalaciones de las instalaciones de la oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EE.UU., la mayoría son puestos en libertad para esperar su audiencia, que puede tardar muchos meses en realizarse. Algunos son deportados ya sea a sus países, ya sea a México, pero los números no son compatibles con la magnitud del flujo. A partir de mayo y de la suspensión del Título 42, el Gobierno de Biden negoció un programa con México en particular de enviar a 30.000 cubanos, venezolanos, nicaragüenses y haitianos a México si de ahí procedían, a cambio de otorgar también 30.000 visas al mes a personas de esas cuatro nacionalidades para que ingresaran legalmente a Estados Unidos. Aunque el programa ha funcionado, a pesar de dificultades y lentitudes, el hecho es que son muchísimos más los nacionales de esos países y de otros que ingresan a Estados Unidos, y de ahí la crisis que se presentado en diversas ciudades norteamericanas. En agosto pasado fueron detenidos más de 57.000 mexicanos, 38.000 guatemaltecos, una cifra casi similar de venezolanos, más de 35. 000 hondureños y 6.000 nicaragüenses.
El caso emblemático desde luego es el de Nueva York, donde en los últimos meses han llegado hasta 116.000 migrantes de varios países de América Latina, principalmente de Venezuela. Por ley, la ciudad de Nueva York está obligada a darles albergue y alimentación, pero no se les permite trabajar, aunque existe una gran demanda de mano de obra de bajos salarios y bajas calificaciones en la ciudad y en todo el estado de Nueva York. Por ese motivo, como resultado de la presión del alcalde Adams y de la gobernadora Hochul sobre el presidente Biden, este último decidió hace un par de semanas extender el llamado Temporary Protected Status (TPS), una medida que, según cálculos, podría beneficiar a unos 472.000 venezolanos presentes en Estados Unidos a más tardar el 31 de julio. Se trata de una cifra enorme, pero al mismo tiempo insuficiente.
Biden hizo bien en permitir que todas esas personas pudieran trabajar legalmente en Estados Unidos por lo menos durante 18 meses. Pero es evidente que una medida de este tipo, parecida a la que se ha extendido en el pasado a haitianos, salvadoreños y hondureños, se convierte en un incentivo para que vengan más venezolanos, esperando que en el futuro también se les otorgue el TPS. Las cifras de los próximos meses confirmarán o desmentirán este pronóstico. Todo sin embargo parece sugerir que los flujos se mantendrán en estos niveles.
El gobierno de Washington ha querido negociar, presionar o convencer a los gobiernos centroamericanos, al de Colombia y al de Panamá, y sobre todo al del presidente Andrés Manuel López Obrador en México, para que le ayuden a controlar y detener este flujo. Pero cada uno enfrenta serias dificultades para cumplirle al presidente Biden. En el caso de México, el gobierno ha desplegado hasta 34.000 efectivos militares y de la Guardia Nacional en todo el territorio para impedir el ingreso de personas procedentes del sur y el paso por México hacia la frontera norte, pero no se da abasto.
La violencia generalizada en México, el poderío de los cárteles, el tráfico de fentanilo hacia los Estados Unidos y las turbulencias propias del periodo electoral en México hacen que ya no sea tan sencillo para el gobierno de López Obrador administrar el flujo tal y como Washington quisiera. Y lógicamente, aunque López Obrador ha estado dispuesto a hacer el trabajo sucio de Estados Unidos desde 2018, cuando llegó a la presidencia, el hecho, por ejemplo, de que Estados Unidos legalice temporalmente de un golpe a casi medio millón de venezolanos, no es precisamente un factor de aliento para que México los detenga y los deporte.
Pero tampoco ha encontrado López Obrador la manera de que los migrantes permanezcan en México, aunque se les ofrecen en algunas ocasiones papeles para trabajar. Como él mismo dijo hace unos días: incluso en la frontera norte se les ofrece trabajo, pero no quieren quedarse, quieren ir a Estados Unidos.
¿Tiene solución todo esto? No en el corto plazo. El sistema migratorio norteamericano no funciona, y los países al sur de Estados Unidos no tienen la capacidad para resolver el problema de los norteamericanos. Y Biden, que podría de una manera o de otra legalizar el ingreso y el trabajo de varios millones de migrantes que se encuentran ya en Estados Unidos, o que están por llegar, no lo puede hacer por razones políticas. Enfrenta el reto de su reelección el año entrante. El tema migratorio será uno de los más álgidos, y ya es desde hoy uno de los temas en los cuales su aprobación es muy baja. Vamos a convivir con esta crisis migratoria durante varios meses, sino es que muchos años, hasta que se encuentren soluciones más de fondo, más estratégicas, más generosas y políticamente más dolorosas. Ese es el panorama que enfrentamos, y toda la demagogia, las presiones y los lamentos no harán nada para cambiarlo.