Todos los presidentes hacen planes para el futuro: su reelección, su sucesión, su legado, su lugar en la historia. Los presidentes mexicanos, restringidos a un solo período, han buscado siempre la manera de planear el resto de su futuro. No le dedican menos tiempo o cerebro que los mandatarios de países donde existe la posibilidad de reelegirse. Y al igual que a ellos, en ocasiones sus previsiones funcionan, y en otros casos se estrellan con una realidad imposible de vaticinar, y a la vez inamovible.
Quizás el presidente mexicano que mayor empeño le puso a organizar su porvenir y el del país fue Carlos Salinas. Blindó su “proyecto de nación” con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Cuidó y cultivó desde el primer momento de su mandato a Luis Donaldo Colosio como sucesor predestinado. Preparó su propia candidatura a la dirección general de la Organización Mundial de Comercio en Ginebra, y, tal vez coqueteó con la idea de una reforma constitucional que le permitiera volver al poder en el año 2000. Estaba todo planchado.
Ya sabemos cómo terminaron esos planes. El alzamiento zapatista, el asesinato de Colosio, la hemorragia de divisas en noviembre y la devaluación de diciembre dieron al traste con ese futuro tan meticulosamente armado. Cayó en desgracia, retiró su candidatura a la OMC, el sucesor impuesto por la ley y la realidad encarceló a su hermano, y Salinas vivió un semiexilio errante, probablemente hasta el final de sus días.
López Obrador también ha planeado el porvenir con esmero y obcecación. Buscó perpetuar sus programas sociales al incorporarlos a la Constitución. Su legado son sus obras faraónicas, más su autodesignado lugar en la historia: la cuarta transformación. Desde el arranque del sexenio supo quién lo sucedería, por lo menos en lo que toca a la candidatura de su partido: la ha cuidado constantemente, hasta ahora con éxito. Y contará con su propia base, con su propio poder de masas, para garantizar el rumbo del país después de su retiro.
Solo que al igual que con Salinas, varios acontecimientos imprevistos e imprevisibles le han complicado el camino. Primero fue la candidatura opositora. Cuando todo indicaba que el aspirante de los partidos de oposición sería Santiago Creel, figura de consenso pero vista como poco adaptada a los tiempos, surgió Xóchitl Gálvez. Cualquiera que sea el desenlace de la campaña, Claudia Sheinbaum enfrenta hoy una adversaria más competitiva.
Luego vino Acapulco. No quisiera comparar la tragedia del puerto con el levantamiento de Chiapas, pero se impone un paralelismo. López Obrador se pasmó, se desorientó, desentonó y no ha encontrado aún el equilibrio que perdió con el gancho izquierdo que le asestó Otis. Veremos en las encuestas si los titubeos y descuidos afectan su popularidad, pero el huracán y la secuela ya perturbaron su estado de ánimo, y tal vez el de buena parte de la sociedad mexicana. Los planes se van desbaratando.
Ahora sigue la Ciudad de México. Por supuesto que no sé qué sorprendió más a López Obrador: la insistencia de Sheinbaum en verse acompañada por García Harfuch, o la terquedad de los seguidores de Brugada, y de ella misma, al no resignarse a la candidatura del policía. Pero como ya se ha comentado ampliamente, el proceso se ha enredado. Si López Obrador cede e impone a Harfuch, tendrá un buen candidato a la jefatura de gobierno, habrá fortalecido a su candidata a la presidencia, pero corre el riesgo de una actitud de brazos caídos de toda la izquierda de Morena en la capital, empezando por el granero de votos que es Iztapalapa (y Gustavo A. Madero). Al contrario, si permite que la alcaldesa de Iztapalapa conquiste la candidatura, debilita a su delfina y corre el riesgo de no recuperar a las clases medias capitalinas. El dilema tiene alguna solución, pero ninguna es buena. Y los planes se siguen desdibujando.