La aplastante victoria de Nayib Bukele en las elecciones presidenciales —probablemente ilegales— de El Salvador hace unos días, ha potenciado su reputación en varias partes del mundo y en particular en América Latina. En efecto, en países asolados por la violencia, la criminalidad, el pandillerismo y los estragos de la ausencia de cualquier tipo de estado de derecho, el ejemplo salvadoreño cala fuerte. El descenso brutal de los homicidios dolosos por cien mil habitantes, el encarcelamiento masivo de las maras o pandillas en El Salvador, los elevadísimos niveles de popularidad y el 83% del voto que recibió Bukele son vistos con envidia, con admiración o con temor por muchos líderes políticos, sociales y hasta culturales en América Latina.
En México tampoco faltan las menciones o referencias al “caso salvadoreño”. El candidato de MC en varias ocasiones ha dicho que si El Salvador pudo reducir la violencia con tan pocos recursos, es inconcebible que México no pueda. Xóchitl Gálvez en España se refirió al ejemplo de Bukele, pero sensatamente con todas las reservas del caso en materia de derechos humanos. Conviene por lo tanto analizar rápidamente algunas diferencias importantes entre lo que sucede en El Salvador y la situación en otros países para concluir si sí o no es extrapolable el modelo.
En primer lugar, aunque El Salvador es en alguna medida un país de tránsito, la violencia que padeció desde hace por lo menos veinte años, cuando regresaron o fueron devueltas las maras de Los Ángeles a su país de origen, proviene justamente del trabajo de las pandillas organizadas y del derecho de piso. La violencia en El Salvador no provenía del crimen organizado vinculado al narco o, si se prefiere para ser breves, del narco. Dependía de las maras, la Mara Salvatrucha y la Calle 18. No quiere decir esto que no hubiera algún vínculo entre los cárteles de otros países, el narcotráfico de tránsito por El Salvador, algo de consumo en ciertos barrios de ese país, pero principalmente la violencia no tenía su origen en el narco. Es mucho más fácil combatir a las maras que al narco porque las primeras no tienen los recursos con los que cuentan los segundos. Esta es una diferencia fundamental, que no debe perderse de vista en ningún momento.
En segundo lugar, las dimensiones de El Salvador no son —como piensa Álvarez Máynez— una limitante, sino al contrario, constituyen una ventaja. Bukele ha encarcelado a unos 75 mil ciudadanos, la gran mayoría sin proceso, y muchos de ellos sin duda inocentes. El equivalente en México en relación a nuestra demografía serían aproximadamente 1.5 millones de presos en las cárceles mexicanas sin juicio, sin sentencia y en condiciones abominables. Es altamente probable que esto en México —al igual que en otros países aparentemente también agobiados por la violencia, aunque en mucho menor medida, como Chile; o en serio, como Ecuador, Colombia y Brasil— es inconcebible, no hay manera de meter a tanta gente a la cárcel en países grandes como lo ha hecho Bukele en la diminuta república centroamericana.
En tercer lugar, las violaciones a los derechos humanos, las faltas al estado de derecho, la ruptura constante del orden constitucional por parte de Bukele, que no se ha limitado a su simple reelección, también resulta difícilmente extensible a otros países. En particular es el caso de México. Una cosa es que Trump y Biden se hayan hecho de la vista gorda ante las violaciones a las libertades, a la democracia, a los derechos humanos, etcétera, en México, tratándose de amenazas más en potencia que en realidad. Otra cosa muy diferente es que toleraran a ciegas y con gran benevolencia violaciones a los derechos humanos y a las libertades comparables a las de El Salvador. Ni la academia, ni el empresariado, ni el Congreso, ni los medios de Estados Unidos y del resto del mundo verían con buenos ojos que en México sucediera lo que ha acontecido en El Salvador.
Y no tenemos la opción nosotros de simplemente olvidarnos de la inversión extranjera, por ejemplo, si esa fuera una de las consecuencias de adoptar una postura bukeliana en nuestro país. El Salvador recibe remesas anuales equivalentes a 24% del PIB; con ese monto puede vivir —y vive, como lo ha señalado justamente Joaquín Villalobos desde hace años— como un país asistido, que además tiene el dólar como divisa. México, a pesar de la obvia participación del narco en el envío de remesas desde hace unos cinco o seis años, apenas alcanzamos el 5% del PIB en esta materia. No podemos prescindir de todo lo demás, como podría pasarnos si, en efecto, tratáramos de importar el modelo salvadoreño a México.
Se entiende la admiración y la envidia que muchos pueden tenerle a Bukele. Una historia aparente de éxito no puede despreciarse tan fácilmente, sobre todo en campaña. Pero se trata de una quimera. No es aplicable en México, no debe aplicarse en México, no hay nada que aprenderle a Bukele para México, y hay que mantenerse lo más alejados posible del modelo de Bukele. La única parte que podría tener cierta lógica, y tal vez es lo que hizo López Obrador —y de ahí su mote #narcopresidente— es que Bukele sí negoció con las maras, llegó a un acuerdo con ellas, y fue la violación de ese acuerdo en su segundo año de gobierno, que trajo el siguiente enfoque que redundó en su tremendo éxito electoral y de popularidad. Pero las pandillas en El Salvador tenían un mando casi único, centralizado, fácil de identificar, y en muchos casos ya en la cárcel. En México la dispersión de capos producto de la absurda guerra de Calderón difícilmente permite una negociación como la de El Salvador.