La petición de consultas sobre el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) de parte de estos dos últimos países por presuntas violaciones de México abre una nueva etapa en las relaciones entre este país y Estados Unidos. Durante un cuarto de siglo de vigencia del anterior TLC, jamás Estados Unidos invocó los mecanismos de solución de controversias allí previstos.
Introduce igualmente un nuevo factor decisivo en la gestión de Andrés Manuel López Obrador en el tercio final de su mandato. Se trata de uno de los acontecimientos más importantes en el Gobierno de la llamada Cuarta Transformación.
En síntesis, Ottawa y Washington plantean que el Gobierno de López Obrador ha violado varias disposiciones del T-MEC en materia de energía, tanto en lo referente a hidrocarburos como a la electricidad.
Invocan los capítulos 2, 14 y 22 del acuerdo, y sostienen que México no ha cumplido con varios de sus apartados. Entre ellos figuran el trato igual a socios que a nacionales, el piso parejo incluso con monopolios estatales, y el otorgar un tratamiento a Estados Unidos y Canadá en materia de energía no menos favorable que el que México le concede a otros países. Se refieren al acuerdo que México firmó con la Unión Europea en 1998 y al nuevo TPP, denominado CPTPP, con los países del Pacífico.
López Obrador ha respondido que él siempre insistió en que se incluyera un capítulo en el tratado –el capítulo octavo– que garantizara el dominio mexicano sobre los recursos de hidrocarburos y que la electricidad se produce mayormente con hidrocarburos. Por lo tanto, considera que los artículos invocados por sus socios no son aplicables a la energía.
Más allá de la discusión técnica, que es compleja y detallada, si los tres países no se ponen de acuerdo en un plazo de 75 días, se crearán dos paneles de tres expertos cada uno para rendir un arbitraje.
Si la decisión es contraria a México, los Gobiernos de Estados Unidos y Canadá podrán imponerle aranceles por una cantidad equivalente a la inversiones afectadas por el incumplimiento del tratado, monto que puede ascender hasta unos US$ 30.000 millones. Se aplicarían, probablemente, a los sectores más vulnerables de la economía mexicana y que involucran a más gente: la agricultura de exportación, algunas manufacturas, la producción de cerveza, etc.
La gran mayoría de los expertos en acuerdos comerciales, así como los anteriores negociadores del convenio por parte de México y de Estados Unidos, consideran que México perderá el arbitraje si los tres países no llegan a un acuerdo antes. Lo que López Obrador argumenta, a saber que hubo un carve-out o exclusión del sector energético en el T-MEC, simplemente no se justifica ni se corrobora en ningún texto del documento firmado en 2019 por el propio López Obrador. A menos de que se estipule lo contrario, los artículos “transversales” –entre ellos, el 2, el 14 y el 22– se aplican a todos los sectores de la economía, sin excepción. En ninguna parte del tratado aparece una estipulación contraria.
Hasta la decisión de la representante de Comercio de la administración Biden de pedir consultas, el Gobierno demócrata actual había seguido un curso muy claro -y controvertido- en su relación con México. En pocas palabras, a cambio de que López Obrador impidiera, en la medida de lo posible, la llegada de flujos migratorios de otros países a la frontera entre México y Estados Unidos, y que quienes llegaran a dicha frontera permanecieran del lado mexicano en espera de sus audiencias, Biden se haría de la vista gorda frente a todo lo demás.
Resistió todas las presiones, súplicas, sugerencias y admoniciones de diversos sectores de la sociedad estadounidense para que formulara públicamente una larga lista de reclamos a López Obrador.
Esta lista incluía, desde luego, las inversiones en materia de energía y de transgénicos, pero también la politización de la justicia en México, el asesinato de periodistas y los ataques a intelectuales, las violaciones a los derechos humanos de migrantes, el incumplimiento del Acuerdo de París y la escasa cooperación mexicana en el combate al cambio climático y al tráfico de fentanilo, la simpatía con las dictaduras en Cuba, Venezuela y Nicaragua, la poca solidaridad con Ucrania, y hasta los gestos un poco absurdos del mandatario mexicano, como pedir que Washington desista de perseguir a Julian Assange.
Todos estos reclamos fueron manifestados por senadores y congresistas, por asociaciones de empresas o lobbies, por activistas por el medio ambiente, por los inmigrantes, por los derechos humanos y por ONG de todo tipo. Biden decidió no prestarles atención, incluso durante la última visita de López Obrador a Washington, durante la cual el presidente de México dedicó 31 minutos del tiempo de prensa en la Oficina Oval en un insólito soliloquio para sermonear a Biden sobre mil y un temas. Ni siquiera el desacuerdo sobre la participación estadounidense –o no– en la captura de Rafael Caro Quintero condujo a Biden a despeinarse frente a López Obrador.
Todo eso cambió con la decisión de pedir consultas sobre el T-MEC. O el propio Biden se hartó de tanta provocación mexicana o su equipo de seguridad nacional, que coordina todos estos temas, ya no resistió la presión, o Washington comprendió, por fin, que la principal amenaza inmigratoria para Estados Unidos proviene del desorden económico en México, creado por las políticas públicas de López Obrador, o una combinación de todas estas explicaciones finalmente se conjugó para poner término a la postura anterior.
El hecho es que pasamos de una etapa de sonrisas y palmadas en la espalda a una de enfrentamiento, en el ámbito que más importa: el de la inversión, la economía, los aranceles y los procedimientos institucionales, ya no discrecionales.
Para el último bienio de López Obrador, la redefinición estadounidense presenta numerosos retos. No dispone de mucho margen de maniobra. Para él, la energía, es decir Pemex y la Comisión Federal de Electricidad son un asunto emblemático, de vida o muerte.
No puede recular. Simultáneamente, sin embargo, emprender una cruzada contra Estados Unidos y contra todos aquellos que en México, en Canadá y hasta en la Unión Europea discrepan de su postura, entraña un grave peligro. La economía mexicana sigue estancada, la inversión decrece, la violencia no cesa, y la sucesión presidencial se acerca.
Añadir a estos desafíos un enfrentamiento con su vecino no es cualquier cosa.
Debería dar marcha atrás, aceptar que lo engañaron sus negociadores en 2019 o bien que no comprendió del todo lo que firmó. Es improbable que proceda así. Viene una tempestad, por no decir una tormenta perfecta.