Aunque no sobran focos de tensión migratoria hoy para Estados Unidos y la administración Biden, puede haber una tenue luz de esperanza en el horizonte. Quizás el reto más complejo para el Gobierno estadounidense en el último año ha sido el nuevo éxodo cubano. Durante el ejercicio fiscal 2022 (de octubre de 2021 a septiembre de 2022), más de 220.000 cubanos llegaron a Estados Unidos, según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza.
Casi todos, vía Nicaragua y México; solo en octubre arribaron más de 28.000. Se trata de una cifra estratosférica, casi dos veces superior a la suma de todos los exiliados del Mariel, en 1980, y de la crisis de los balseros, en 1994. Ha salido de la isla el 2 % de la población en un año, como si de México hubieran partido 2,5 millones de nacionales durante el mismo lapso.
Para el presidente Joe Biden, el problema resulta especialmente espinoso. Por varias razones. En primer lugar, porque todos los cubanos, al ingresar a Estados Unidos, se pueden acoger a la Ley de ajuste cubano (CAA) –de 1966–, y, al cabo de un año, obtener un permiso temporal de trabajo, además de tener casi siempre familiares en Miami. Solo los que cumplan ciertos requisitos pueden optar a la residencia permanente. Obama suspendió el programa de “pies secos, pies mojados”, pero la CAA fue aprobada por el Congreso y no existe un consenso para derogarla.
En segundo término, Estados Unidos no ha logrado convencer a México de que reciba de vuelta a los cubanos, que serían deportados invocando el Título 42 de emergencia sanitaria, gracias al cual Washington pudo deportar a cientos de miles de centroamericanos y ahora a los venezolanos a México. Por varias razones, el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador se ha negado a recibir a los cubanos.
Por último, hasta hace un par de semanas La Habana se había negado a permitir que llegaran vuelos de deportación de Estados Unidos a la isla. Obviamente, buscaban canjear los permisos de vuelo por varias concesiones de Biden, desde levantar las sanciones endurecidas por Trump hasta renovar las negociaciones iniciadas bajo la presidencia de Obama sobre una variedad de temas.
Hasta las elecciones de medio período del 8 de noviembre, Washington se había negado a emprender en serio esta negociación, pero la derrota aplastante de los candidatos demócratas en Florida mostró la futilidad de mantener la negociación con La Habana como rehén del voto del exilio cubano en Miami. Creo que transcurrirá mucho tiempo para que el partido de Biden vuelva a ganar un escaño en el Senado o la Gobernación de ese estado. Pero la llegada de cientos de miles de exiliados cubanos no permite esperar esa remota fecha.
Del lado de la isla, seguramente la urgencia es igual o mayor. La situación económica del país es quizás peor que durante el llamado período especial de los años 90. La escasez de todo, la astringencia de divisas, la inflación, la falta de oportunidades y la desesperación han generado el éxodo, pero también protestas esporádicas, descontento generalizado y tensiones quizás no vistas en Cuba después de la llegada de la Revolución. La necesidad de encontrar una salida es tan apremiante para Raúl Castro -ya de 91 años- y Miguel Díaz-Canel, como para Biden. Al igual que Fidel Castro desde sus primeros años en el poder, los actuales dirigentes cubanos alientan o, en todo caso, se hacen de la vista gorda ante la emigración masiva. Les conviene. Es inconcebible que la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua permitiera la llegada legal de cientos de miles de cubanos sin que el régimen cubano lo vea con buenos ojos.
De allí que a principios de noviembre se hayan celebrado varias rondas de negociaciones entre los dos Gobiernos. Las conversaciones habían comenzado desde abril para reanudar la entrega de las 20.000 visas estadounidenses al año, acordadas desde 1994. Cuba anunció el 11 de noviembre que aceptaría vuelos de deportación procedentes de Estados Unidos, aunque no se dijo ni en qué fecha ni en qué volumen. Asimismo, las dos delegaciones omitieron cualquier comentario sobre las posibles concesiones estadounidenses que podrían contribuir a mejorar la desastrosa situación económica cubana.
Todo ello no significa que se hayan resuelto todos los problemas ni que hayan desaparecido los obstáculos. La represión castrista generalizada ante la protesta del 11 de julio del año pasado dificulta la devolución a Cuba de gente con algún antecedente político. Se trataría de un refoulement inadmisible, de acuerdo con el derecho internacional e incluso con la legislación de asilo estadounidense. Lógicamente, los solicitantes cubanos de asilo en Estados Unidos argumentarán razones políticas y procurarán negar cualquier motivación económica. Además, es posible que senadores cubanoestadounidenses como Robert Menéndez, Ted Cruz y Marco Rubio, se opongan a las deportaciones a Cuba, a menos de que La Habana ofrezca concesiones en materia de libertades, derechos humanos y mayor apertura al sector privado de la economía, temas -en principio- intocables para el régimen.
A pesar de ello, es probable que las negociaciones prosigan y prosperen. Los acuerdos potenciales les convienen a ambos países. Biden tiene suficientes problemas migratorios con muchos otros países para no intentar resolver por lo menos el de Cuba. Y la desesperada situación económica de la isla la obliga a buscar salidas, utilizando, como en múltiples ocasiones anteriores, el éxodo como moneda de cambio. No se trata, en ninguno de los dos casos, de una postura de gran altruismo o nobleza, sino de realpolitik de la más pura cepa. El alivio para Cuba será relativo, pero mejor que nada. Y Biden ganará tiempo, antes de enfrentar de nuevo los histéricos reclamos republicanos por la inmigfración en 2024. Todos ganan, salvo los cubanos: los que salen y serán devueltos, y los que permanecerán adentro para siempre.