Para todos queda claro ya que el verdadero blanco de los disparos comerciales de Donald Trump es China. Partiendo de un creciente consenso estadounidense sobre el surgimiento de una nueva guerra fría entre ambas superpotencias —expertos desde Robin Niblett hasta Graham Allison lo vienen advirtiendo desde tiempo atrás— el ocupante de la Casa Blanca dirige la mayoría de sus obuses contra la economía china. Asimismo, busca aliados en su combate a Beijing, desde Vietnam y Malasia, hasta México, la India y en alguna medida a la Unión Europea.
Su queja principal radica en el déficit norteamericano con la nación asiática, los subsidios y otras prácticas comerciales injustas, el robo de propiedad intelectual, y la triangulación de las exportaciones chinas a Estados Unidos vía ventas o inversiones en terceros países. Entre ellos figuran Vietnam, Camboya, Canadá y, desde luego México. Nuestras cifras, subrayadas hace tiempo por Rogelio Ramírez de la O, el entonces secretario de Hacienda, parecen confirmar la acusación trumpiana. Son, hasta cierto punto, inverosímiles. La pregunta obvia: ¿Cómo llegamos a eso, en tan poco tiempo?
En 2018, el año previo a la llegada de López Obrador a la Presidencia, nuestras importaciones procedentes de China sumaron 83 mil millones de dólares; el déficit, 76 mil millones. Para 2024, el último año de AMLO, las compras mexicanas a China alcanzaron la increíble cifra de 120 mil millones de dólares, y el déficit a 110 mil millones. El aumento fue de aproximadamente 50% en seis años. Si nos vamos a 2016, el incremento es de casi el doble. La proporción entre importaciones y exportaciones se elevó a una proporción de once a una: algo prácticamente desconocido en el comercio internacional.
Es cierto que nuestra capacidad de comprar mercancías baratas y de mala calidad es casi infinita. Los centros de una multitud de ciudades mexicanas se han llenado en tiempos recientes con tiendas chinas, con productos chinos, con dependientes chinos. Pero ese no es el problema que le preocupa a Trump. Su obsesión son las reexportaciones chinas de México a Estados Unidos, y en algunos casos las inversiones, a veces imaginarias como en el caso de la automotriz BYD.
Así pasamos a una segunda interrogante: ¿las autoridades sabían lo que ocurría y se hicieron de la vista gorda? ¿O ni siquiera se percataron del verdadero estallido de las adquisiciones dizque mexicanas de bienes chinos para ser enviados a Estados Unidos? López Obrador designó a tres secretarias de Economía totalmente inadecuadas para el cargo; Banco de México no mandó señales de alarma, que se sepa; Hacienda avisó tarde. ¿Qué fue? ¿Complicidad o irresponsabilidad?
He creído siempre que AMLO y Sheinbaum no comen lumbre. Al igual que todos los presidentes de México desde Venustiano Carranza, por lo menos intuitivamente han entendido que México no puede permitirse el lujo de acercarse, ni siquiera de coquetear, con los enemigos de Estados Unidos. Nadie lo ha hecho. Pero no es imposible que López Obrador haya sido informado de la forma en que se dispararon las importaciones desde China, y que optó por ignorar la información y no reaccionar para frenarlas. O por lo menos detener las que evidentemente se enviaban a México para ser enseguida reencaminadas hacia Estados Unidos.
Hoy México sufre las consecuencias de la desidia o la connivencia de López Obrador. Trump nos obliga a elevar aranceles a los productos chinos, a crear una comisión de inversión extranjera para filtrar las inversiones chinas, y a clausurar —aunque sea a la mexicana, o sea de a mentiritas— los negocios que venden baratijas chinas en los tianguis o equivalentes de las ciudades de la República. No existe la menor posibilidad de que las tres funcionarias encargadas de monitorear estos procesos y cifras sean llamadas a cuentas. Ocupan cargos importantes en el actual gobierno. Y obviamente López Obrador jamás deberá responder por alguno de sus errores, mentiras o engaños. Pero las consecuencias de los actos de todos ellos ya las vivimos todos los mexicanos. Aunque muy pocos se den cuenta.