Quiero suponer que la decisión del gobierno de suspender la evaluación en educación básica y media superior para ingreso, permanencia y promoción es una maniobra política, no una decisión definitiva. La pregunta es si se trata de una maniobra astuta o de un ejemplo de cinismo e ingenuidad —como temen muchos—. Me explico.
No tiene sentido el anuncio de la SEP. Si se trata de ganarle tiempo a la CNTE arrebatándole una bandera en Michoacán, Guerrero y Oaxaca, a una semana de las elecciones y en la víspera de su llegada de nuevo al DF, creyendo que los radicales se la van a creer o a cumplir algún tipo de palabra, me parece ingenuo. Si se trata de engañarlos pensando que confiarán en la palabra del gobierno para después violarla, me parece demasiado cínico.
Veo otra posible explicación, más inteligente. Con el entierro en vida de la semirreforma educativa, tal vez EPN —es su reforma y su decisión— pretende provocar a la sociedad, en el buen sentido de la palabra, para movilizarla y “echársela encima” a la CNTE. La idea sería acalambrar a distintos grupos, desde Mexicanos Primero hasta el INEE, pasando por partidos, medios, empresarios, la comentocracia, los padres de familia y parte del SNTE, a que denuncien, se opongan o combatan desde abajo a la CNTE por imposibilitar la reforma educativa no solo en tres estados, sino en todo el país. De ser así, nos veríamos ante una astucia tardía, pertinente y eficaz, para agitar a la sociedad en torno a la educación, agitación sin la cual no hay reforma posible.
Dicho esto, y refrendando mi apoyo a la evaluación con consecuencias como una condición necesaria más no suficiente para mejorar el nivel educativo de los niños mexicanos, conviene revisar algunos bemoles. The New York Times publicó un artículo sobre el creciente rechazo de los padres de familia del estado de Nueva York a las evaluaciones de los alumnos, uno de los criterios decisivos para evaluar a los maestros y a las escuelas.
Uno de cada seis niños se negó a presentar el examen evaluativo (el equivalente a Enlace). El movimiento es parte de una renuencia nacional cada vez mayor a centrar todo en la evaluación, sobre todo después del escándalo de las trampas en el distrito escolar de Atlanta, reseñado el año pasado por The New Yorker.
Seguir con lo que hubo de reforma educativa, sí. Evaluar a los maestros, y para ello, a los niños y directores, sí. Hacer de la evaluación una panacea, o incluso la (única) joya de la corona reformadora, no estoy tan seguro.