Jorge G. Castañeda
En estos días hay un debate en el interior del Partido Demócrata estadounidense sobre qué tipo de candidato puede derrotar a Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2020. Un candidato centrista atraerá a los electores republicanos moderados, pero tal vez desmovilice a los demócratas jóvenes, con estudios universitarios y pertenecientes a minorías. Un candidato más emocionante, tal vez más radical, movilizará a los demócratas, pero ahuyentará a los republicanos moderados. Desde la perspectiva de un extranjero, el debate es una señal de un cambio histórico.
Desde la perspectiva de un ciudadano del país que probablemente ha sufrido más por las políticas de Trump, esta discusión interna es señal de un cambio histórico. A largo plazo, el viraje del Partido Demócrata a una identidad más socialdemócrata puede significar algo más que solo derrotar a Donald Trump en 2020. Este es el aspecto más interesante y atractivo de esta campaña presidencial estadounidense. Los recientes debates presidenciales democráticos revelaron que el centro de gravedad del partido se ha desplazado hacia la izquierda: los miembros más liberales parecen cada vez más socialdemócratas y los más moderados, cada vez más liberales.
El movimiento socialdemócrata se originó en Alemania a finales del siglo XIX, con Otto von Bismarck, el primer canciller de ese país. Después proliferó y floreció en Europa occidental como un antídoto contra la violencia de la Revolución rusa, el surgimiento del comunismo totalitario y la destrucción ocasionada por las dos guerras mundiales.
En Europa, y más tarde en América Latina, los gobiernos se enfocaron en la función del Estado para regular las economías de mercado, proteger a los sectores más vulnerables de la sociedad, intentar reducir la pobreza y la desigualdad —en la medida de lo posible— con un modelo capitalista, defender el medioambiente y fortalecer los sindicatos, los partidos de los trabajadores y las instituciones progresistas.
Estados Unidos no siguió esa corriente, en gran parte porque no enfrentó los mismos desafíos. El modelo de libre mercado estadounidense —más desregulado, en el que cada quien actúa en aras de sus intereses— funcionó durante años sin partidos laboristas ni sindicatos fuertes, con una intermediación reducida y distante del Estado en el mercado y la sociedad, y con la exclusión de sectores importantes de los habitantes de esa sociedad.
El Nuevo Trato de Franklin Delano Roosevelt puede considerarse una respuesta semisocialdemócrata a la Gran Depresión; pero no perduró. Hasta la elección de Ronald Reagan en 1980, el crecimiento constante de la economía de Estados Unidos mantuvo la desigualdad a niveles bajos y la clase media prosperó. Los estadounidenses podían darse el lujo de tener un Estado benefactor más pequeño y menos costoso debido a su clase media rica. Después de la década de los ochenta, eso comenzó a cambiar.
Europa ha logrado controlar la desigualdad mucho mejor que Estados Unidos. Los sistemas fiscales redistribuyen el ingreso entre todos los países e incluyen beneficios generosos como seguridad social, servicios médicos y prestaciones por desempleo. Hoy, después de cuatro décadas de aumento de la riqueza y la polarización del ingreso, de mayor tensión racial y desafíos internos cada vez más grandes, un sector del electorado estadounidense por fin está buscando implementar lo que los europeos construyeron a lo largo del medio siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Las condiciones que hicieron posible que Estados Unidos funcionara sin un Estado de bienestar extenso, generoso y costoso pero muy popular han ido desapareciendo poco a poco.
Paradójicamente, es posible que el auge de la socialdemocracia en Estados Unidos evite que muera en Europa. A excepción de España, los partidos socialdemócratas están perdiendo impulso en el Viejo Continente. Los experimentos socialistas moderados en Brasil y Chilehan perdido terreno al sur del río Bravo, en tanto que a la versión mexicana no le está yendo bien.
La esperanza de que la socialdemocracia por fin llegue a Estados Unidos se deriva de posturas que están adoptando los contendientes que buscan la candidatura del Partido Demócrata. Por primera vez desde Roosevelt y el Nuevo Trato, los candidatos demócratas están proponiendo políticas enfocadas en reducir la desigualdad, ayudar a los pobres, impulsar a los jóvenes, proteger a los ancianos y considerar los problemas de raza en un contexto distinto. De hecho, ideas que en 2016 se consideraban radicales o extremas, ahora se han vuelto parte de la conversación de la corriente dominante.
Los servicios médicos universales o Medicare para todos, ya sea con un pagador único o mediante una opción privada para aquellos que lo prefieran, cuesta muchísimo dinero. Lo mismo puede decirse del cuidado infantil universal y gratuito, así como de la licencia parental para todos, prestaciones fundamentales ahora, cuando como nunca antes hay más padres y madres que trabajan fuera de casa. Casi todos los contendientes demócratas a la candidatura apoyan el aumento al salario mínimo a quince dólares por hora y la educación pública superior gratuita. El financiamiento de estas propuestas requiere medidas típicamente socialdemócratas: elevar los impuestos actuales o crear nuevos.
Es probable que, si un candidato comprometido con muchas de estas ideas resulta electo, no sea capaz de cristalizar estas promesas. Sin embargo, en conjunto, estas propuestas representan un cambio de 180 grados en la política estadounidense. En las elecciones intermedias, los votantes ya eligieron a dos congresistas que se identifican como socialistas. Una encuesta reciente de Fox News reveló que aumentar los impuestos a las personas que ganan más de 10 millones de dólares anuales tiene un amplio apoyo bipartidista. El nuevo pacto verde puede no ser tan aceptado como otras propuestas en muchos sectores del electorado, pero las encuestas demuestran que la mayoría de los posibles electores demócratas lo apoyarían.
Desde la Revolución rusa, el experimento socialdemócrata ha sido el antídoto más eficaz contra el socialismo autoritario: demostró que era posible tener una clase trabajadora próspera. Ahora, la posible llegada de ese mismo experimento a Estados Unidos bien puede ser la mejor respuesta al desafío autoritario y populista que está surgiendo en la derecha, desde Hungría hasta Brasil, desde el Reino Unido hasta Sudáfrica. La mejor respuesta a los innegables aspectos negativos de la globalización, la creciente desigualdad y el miedo al otro es más democracia, más políticas sociales, más igualdad.