Estamos a la mitad del camino. Hace tres años Felipe Calderón asumió la Presidencia en condiciones extraordinariamente apuradas. Cualquier evaluación de estos años debe partir del reconocimiento de las circunstancias extraordinariamente complejas que han acompañado su gestión. A las amenazas políticas de su arranque se han sumado insospechados azotes económicos y virales. No trataré de hacer aquí otro recuento de logros y frustraciones. Me interesa la segunda mitad del gobierno de Felipe Calderón, la no escrita.Los próximos tres años pueden ser una versión licuada de los pasados tres. Las mismas estrategias desde la plataforma de una Presidencia debilitada. La amplia coalición conservadora gobernando a través de las complicidades y los miedos. Gestión de pequeñeces para mantener al país apenas por encima de la línea de flotación. La crónica del futuro bien puede ser repetición de las frustraciones recientes: acuerdos que nacen muertos; leyes con beneficiarios pero sin defensores; política rastrera, atada al piso y con la mirada en los zapatos. Podría ser, tal vez, otra cosa. No sé si pueda lograr otra cosa pero puede, tal vez, proponerse un horizonte distinto y con ello redefinir los términos del debate. La agenda que han propuesto Jorge G. Castañeda y Héctor Aguilar Camín en el número de noviembre de Nexos es un buen punto de partida para relanzar el reformismo. Un trazo de cambios razonables para romper el hechizo de un país empantanado. Las propuestas están ahí para ser analizadas y discutidas. Debajo de las ideas concretas subyace, sin embargo, un cambio en la idea política.Vivimos ya un lamentable episodio voluntarista. Padecimos después un consensualismo abúlico. Los resultados han sido igualmente frustrantes. En un caso, se creyó en la política como prolongación física de un personaje; en el otro, se redujo la política a una esclavitud frente a las circunstancias. Del capricho de una voluntad que se imagina mágica, pasamos a la creencia de un poder impotente. El voluntarista cerró los ojos a los obstáculos; el consensualista ha sucumbido ante ellos. Sospecho que una fibra común a ambos desatinos deriva de la incapacidad de enfocar audazmente el conflicto. Vicente Fox resultó un provocador, un Presidente pendenciero que levantaba polvo sin andar camino. Un ocurrente de la bravata que no dio dirección a sus hostilidades. Polarizó al país en una confrontación sin sentido y, sobre todo, sin fruto. En realidad, sus acometidas eran desplantes retóricos, nunca estrategias confrontativas. Por ello, a pesar de toda su agresión, resultó un guardián del consenso. Felipe Calderón asumió la Presidencia en una atmósfera envenenada por su antecesor y su adversario: un país dividido por el capricho y la irresponsabilidad. Buscó conciliar pero en la tarea perdió el rumbo. El Presidente se convirtió así en el notario de las decisiones ajenas. Celebrando cualquier acuerdo por el hecho de representar alianza, Felipe Calderón ha sido adulador de todo lo que repudia.Harto ya de malos arreglos, el país necesita buenos pleitos. El conflicto es una de las plataformas de la política. No podemos seguir ignorando que es condición del cambio. No hay transformación relevante en el México de hoy que no suponga afectación de intereses poderosos; no hay cambio que importe que no implique pugnas y fricciones. Y el primer pleito que hay que librar es, precisamente a favor del conflicto. Domina el imaginario mexicano la intuición del precipicio y la condena del antagonismo. Bajo esas ideas, ser prudente es ser renuente al conflicto, ubicarlo como el peor de los males. Será posiblemente la honda herencia revolucionaria lo que imprime a cada fricción política el dramatismo de un caos inminente. Se piensa que el conflicto nos lanza de inmediato a la selva de lo ingobernable. Dar un paso en cualquier dirección, nos dicen, es caer al vacío. Cada interés privilegiado amenaza, en efecto, con el despeñadero. De ahí que la proverbial sagacidad postrevolucionaria haya sido la astucia de la componenda, el arreglo, la corrupción, el acomodo. Consensual nuestro autoritarismo, consensual nuestra transición, consensual nuestra infancia democrática. Ahí no ha habido mudanza. Las reglas y los poderes han cambiado. Los pies del poder, sin embargo, parecen circundados todavía por barrancos. El fragilísimo consenso democrático magnifica las amenazas. De ahí que la política sea dictada por los usufructuarios del abismo, aquellos que agitan los fantasmas de guerras pasadas para exigir que nada cambie. Despertar la política para las reformas es escapar de ese mito. Confiar, por vez primera, en la fertilidad del conflicto.