La ética de la acción / Enrique Serna

Aunque inusual en el panorama cultural mexicano, el género de la autobiografía cuenta con ejemplos notables, a los que se une ahora Amarres perros, el nuevo libro en el intelectual y político Jorge G. Castañeda, en el cual desenvuelve con un franco ánimo introspectivo las pautas de su vida personal y pública en momentos clave de la historia mexicana reciente.Las memorias de políticos retirados por lo general son defensas o justificaciones que buscan inclinar a su favor el juicio de la opinión pública o el de la historia. Amarres perros, la autobiografía de Jorge Castañeda, representa una ruptura con esa deplorable tradición porque somete su trayectoria de luchador social a un insólito ejercicio de autocrítica. Destacado protagonista de la transición a la democracia, materia gris del foxismo, polemista con proyección internacional, diplomático sin tacto, candidato presidencial sin partido, disidente de una izquierda sectaria que nunca reconoció su valía, Castañeda ha concitado a partes iguales la admiración y el encono de la minoría politizada. Más interesado en la búsqueda de la verdad que en mantener su imagen libre de raspaduras, en esta selfie atrevida y belicosa mantiene la tónica de nadar a contracorriente. La incompatibilidad entre su vocación intelectual y su conveniencia política se resuelve a favor de la primera, tal vez porque siempre fue la más fuerte. O dicho de otra manera: si Castañeda se daba el lujo de soltar verdades impopulares incluso cuando era canciller (una pésima estrategia para ganar adeptos) con más razón las prodiga ahora que ya está fuera de la jugada.No se trata, por supuesto, de un harakiri en público, pues el autor dedica buena parte de sus memorias a defender ideas económicas, programas de gobierno, cambios de casaca, alianzas estratégicas con el diablo, y hasta desatinos tan obvios como el famoso regaño a los periodistas monolingües que cubrieron la primera visita de Fox a la Casa Blanca. Pero a pesar de esa evidente parcialidad, Castañeda reconoce también errores, precipitaciones, flaquezas de carácter y, sobre todo, expone la enorme dificultad de conciliar los principios con la voluntad de poder en un mundillo donde ningún líder puede subir muy alto sin hacer concesiones a intereses que pueden atarlo de manos.Barajando dos planos narrativos, su pasado remoto y su pasado inmediato, un acertado recurso para sostener el interés del lector urgido por llegar a los temas de actualidad, Amarres perros no tiene ni aspira a tener el vuelo literario de las memorias de Vasconcelos (paradigma inevitable del género), pero sí una franqueza comparable a la suya. La tentativa democratizadora de Castañeda dio mejores frutos que la del Ulises criollo, porque él sí logró vencer al partido de Estado en las urnas, pero ambos intelectuales se quedaron en la antesala de la presidencia cuando la sagacidad o la bajeza de sus oponentes los devolvió a sus gabinetes de estudio. Como Vasconcelos, Castañeda no tiene empacho en confesar sus ambiciones, incluso con un sesgo voluptuoso (“he seguido fascinado por los juegos de poder y cada acercamiento al poder me despierta el placer de siempre”) pero, según se desprende de sus memorias, la supeditación de ese objetivo a un fin superior lo debilitó cuando tuvo que enfrentarse con mafias o caciques más duchos en el arte de la zancadilla y el golpe bajo. Quienes se preguntan si es posible transformar desde arriba las estructuras políticas y sociales, o combatir eficazmente la corrupción en alianza con algunos de sus más conspicuos representantes, encontrarán en la experiencia de Castañeda elementos de sobra para entender por qué la alternancia resultó un fiasco. Entre las revelaciones más interesantes del libro sobresale una confidencia que explica el pecado original de Fox y sus estrategas:Recuerdo una noche de noviembre de 2000, cuando Santiago Creel y yo nos revelamos mutuamente nuestros nombramientos, aún secretos, y el secretario de Gobernación to be me confesó su preocupación primordial: que para triunfar, Fox hubiera efectuado tal cantidad de concesiones a los poderes fácticos, y de tal magnitud, que su llegada se hallaría comprometida antes siquiera de empezar. Tuvo razón, y tal vez su complacencia con la pasividad ulterior de Fox provino de esa intuición o sapiencia.Buena parte de los empresarios que apoyaron la campaña de Fox no querían que nada cambiara en México, salvo quizá la política macroeconómica, y su voluntad se cumplió. En ese contexto, las intentonas de Castañeda por dividir al PRI desde el gobierno, “construyendo una lista de posibles responsables de actos de corrupción en los sexenios anteriores e investigándolos uno por uno”, y atrayendo a la parte buena del tricolor, “definida por su disposición a negociar y cooperar con el nuevo gobierno”, estaban condenadas al fracaso. Cuando Castañeda y Francisco Barrio le expusieron ese plan al presidente, “Fox nos respondió con una frase lapidaria, sincera y aberrante para alguien en sus zapatos (o botas): No soy Dios para escoger a quién castigar y a quién no”. Castañeda reprueba esa cobardía, sin ahondar en los motivos del presidente, pero nos brinda elementos de juicio para adivinarlos. En las corruptelas de gran envergadura siempre está involucrado algún magnate y quizá Fox temió que más de un patrocinador de su campaña saliera perjudicado con esa cacería de brujas.Pero la persecución de tepocatas propuesta por Castañeda también adolecía de un grave defecto: incluía en la parte “buena” del PRI a Elba Esther Gordillo, amiga de Fox y Castañeda desde los tiempos del grupo San Ángel. En la única declaración falsamente ingenua de su autobiografía, Castañeda exculpa a Gordillo de las enormes y documentadas corruptelas que la llevaron a la cárcel de Tepepan: “No pienso, hasta la fecha, que ella en lo personal haya incurrido en delitos de esa índole, pero no dudo que sus empleados y acólitos sí, aunque su tren de vida y la divulgación generalizada del mismo induzcan a muchos a pensar lo contrario”. ¿De modo que la astuta maestra dejaba robar a todo el mundo sin exigir la tajada mayor del pastel? A otro perro con ese hueso. Sólo cuando habla de su amistad con Elba Esther se nota la inquietud de Castañeda por lavarse la cara. Pero su propio libro nos revela que tanto él como Gordillo quisieron utilizarse mutuamente, en un duelo de astucias típico de la grilla política, donde la amistad sólo tiene sentido cuando es redituable. La maestra quería mejorar un poco su negra imagen acercándose a un opositor con prestigio, mientras Castañeda aspiraba a recibir su aval para mudarse de Relaciones Exteriores a la SEP y, más tarde, para lanzarse como candidato a la presidencia. Pero la maestra, al parecer, temía entrar en conflictos con él dentro de su área de influencia. “No sólo se abstuvo de respaldar mi aspiración a cambiar de cartera, sino que ejerció una especie de veto en el caso de Educación Pública”. Tampoco respaldó su candidatura independiente a la presidencia cuando renunció intempestivamente a la cancillería. Castañeda asegura que de haber llegado a la SEP habrían tenido un enfrentamiento a muerte. Por desgracia, el ajuste de cuentas nunca llegó y la educación mexicana sigue pagando las consecuencias de ese amarre canino.Hijo del diplomático Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa, canciller en tiempos de López Portillo, desde sus mocedades el memorialista probó las mieles del poder, porque su padre le dio una considerable injerencia en las decisiones de la cancillería, cuando apenas era un joven universitario. Castañeda cuenta que en 1981 orquestó detrás de bastidores la declaración conjunta entre México y Francia que concedió al Frente Farabundo Martí el rango de fuerza beligerante en El Salvador. Alarmada por su influencia, la Dirección Federal de Seguridad le seguía los pasos de cerca, pues en aquella época Castañeda ya militaba en el PCM. “Aprendí mucho del paso por la cancillería al lado de mi padre —cuenta—, y en particular, que sólo la proximidad del poder permite cierto tipo de realizaciones o intervenciones concretas en la realidad”. Esa temprana experiencia, que sin duda le dio un conocimiento invaluable de la realpolitik, pudo tener sin embargo un efecto nocivo en la formación de su carácter: la falta de paciencia y disciplina para soportar reveses políticos.Aunque Castañeda no se flagela a ese extremo, varios pasajes de sus memorias lo muestran como un hijo de papi que nunca está dispuesto a hacer méritos ni a tolerar descalabros en las organizaciones donde milita: o todo el poder o nada. Apenas tenía 28 años cuando fundó en el seno del PCM una corriente renovadora que intentó imponer sus lineamientos en un congreso celebrado en el Polyforum, donde triunfó la línea dura y tradicionalista del partido. “La dirección, el estalinismo, y el apego al pasado —lamenta Castañeda— nos reventaron en toda la línea, con los consabidos métodos propios de las purgas internas de los partidos comunistas”. El lector se queda con las ganas de saber por qué no porfió en su intentona reformista. ¿Le faltó paciencia para seguir en la brega? ¿Esperaba que a las primeras de cambio el politburó en pleno alzara en hombros a un militante de pantalón corto? Tampoco son muy convincentes las razones que lo llevaron a renunciar a la cancillería veinte años después, cuando advirtió que desde ese puesto nunca sería presidenciable. Ambos berrinches denotan la soberbia y la impaciencia de un mal perdedor con poca o ninguna disposición a tolerar el rechazo.Aunque Amarres perros deja entrever las cuarteaduras de una inteligencia emocional precaria (un acierto histórico y literario logrado a costa del amor propio), contiene también algunas enseñanzas muy rescatables para revertir una costumbre que pudo ser justificada en otras épocas pero que en situaciones de emergencia resulta nefasta: la renuencia de la élite intelectual a mancharse de lodo en las lides políticas. Contra el evangelio de la pureza y la sana distancia con el príncipe, Castañeda postula una ética de la acción que inevitablemente daña el prestigio intelectual pero, en cambio, podría reportar grandes beneficios al país si un funcionario inteligente y capaz, con valores éticos firmes, consiguiera rescatar las instituciones del sanguinolento muladar en que ahora se hunden. Para esa tarea se requieren quizá virtudes que el propio Castañeda declara no haber tenido: “Las luchas intestinas, la burocracia partidista, la disciplina, la paciente labor de lenta construcción futura no se me dan”. Su autobiografía pone en duda la eficacia de un político sin esas cualidades. Pero en los tiempos que corren, cuando la meritocracia está de capa caída y la podredumbre institucional parece haber excluido por completo de la vida política a la gente de buena fe, la insistencia de Castañeda en lograr “intervenciones concretas sobre la realidad” nos recuerda que el abstencionismo puritano puede ser suicida. Con un político de su talla en la presidencia, el país quizás habría entrado en un proceso de mejoría paulatina. Si nadie tiene astucia para sacar adelante las causas nobles, si la inteligencia no se opone con éxito a la corrupción y a la demagogia, México nunca podrá levantar cabeza. _____________________________

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *