Jorge G. Castañeda
Este gobierno, quizás como los dos anteriores, produce una sensación extraña en su relación comunicacional con la sociedad mexicana. No me refiero a su política de comunicación social, que puede ser más o menos acertada, moderna o eficaz. Se trata más bien de la confusa combinación de una cacofonía de mensajes, spots, anuncios, inauguraciones, apariciones públicas acartonadas del presidente, por un lado, y el silencio dialéctico del régimen en sus intercambios con los distintos estamentos sociales, por el otro. Dialéctico: de confrontación de tesis, ideas, y posiciones propias con las de los demás, para desembocar en nuevas posturas, quizás más adecuadas o susceptibles de ser compartidas o por lo menos aceptadas. En público, el gobierno de Peña Nieto no discute: expone, en ocasiones escucha sin responder, en ocasiones contesta sin oír, pero con mínimas excepciones, rehúye el enfrentamiento sustantivo con sus opositores, críticos o simples interlocutores no incondicionales.
El mejor ejemplo de esta renuencia reside, por supuesto, en el rechazo completo del presidente Peña Nieto de celebrar conferencias de prensa como Dios manda. Desde Jorge Ramos hasta Rubén Aguilar —por cierto, ninguno de ellos integrante de la prensa nacional, salvo como columnistas— varios hemos señalado que en lo que va del sexenio son contadísimas las ocasiones en que Peña se haya parado frente a la prensa nacional e internacional, en México o en el extranjero, a contestar durante una hora o algo parecido todas las preguntas que le pudieran dirigir. Da entrevistas mano a mano, unas más a modo que otras; lee declaraciones de prensa (memorable: la de Gander a propósito de la fuga de El Chapo); muy de vez en cuando aparece con un homólogo frente a los medios del país de su anfitrión o invitado. El hecho de que los atrasados, mediocres e irresponsables medios nuestros suelan formular preguntas absurdas no excusa a Peña Nieto de este comportamiento antidemocrático, pero tampoco justifica la pasividad de los medios en exigir que cambie. Visto que seguramente el presidente no sigue el famoso consejo de François Mitterand (si un mandatario quiere saber lo que piensa la gente lo mejor que puede hacer es leer los periódicos), el jefe de Estado mexicano prescinde así de cualquier contacto, directo o indirecto, con la sociedad que gobierna.
Tampoco quiso Peña adoptar un formato intermedio, más controlado que la rueda de prensa, pero más informal y espontáneo que cómodas entrevistas instaladas en su zona de confort. Es el “town-hall meeting”, inventado por los anglosajones desde hace años, al que también recurren en ocasiones los europeos y algunos latinoamericanos. Se trata de un foro público, televisado en vivo, con invitados preseleccionados para constituir una muestra representativa de la sociedad o de una parte de la misma (jóvenes, tercera edad, mujeres, discapacitados) y que dirigen preguntas más o menos preparadas, sembradas u orquestadas al presidente (o en las campañas, a los candidatos). Peña, que tiene “buen cerca”, y una magnífica conexión con la gente, podría haber llegado a dominar este esquema. Le serviría mucho hoy, no sólo para sentir en carne propia las preocupaciones de la gente, a través de su tono, su expresión, su lenguaje corporal, sino también para disipar la lejanía que tanto le reprochan algunos, y que expertos como Rubén Aguilar en su nuevo libro, La comunicación presidencial en México 1988-2012, le adjudican repetidamente.
Pero la reticencia del régimen actual ante el intercambio de fondo, público y constante, no se limita a la inexistencia de las conferencias de prensa. Se manifiesta en la escasa presencia en los medios de los voceros, de los secretarios de Estado —salvo Videgaray y Osorio— e incluso de sus aliados evidentes, defendiendo sus posturas, respondiendo a dudas de sus clientelas, adversarios o meros curiosos, o buscando educar a la sociedad mexicana en un esfuerzo didáctico tan necesario en el país. La “producción” en curso de Aurelio Nuño no altera esta apreciación.
El no “salir” a discutir, escuchar y responder encierra varias desventajas para cualquier gobierno, al igual que para las personas de carne y hueso. Desde el surgimiento de la lingüística y Saussure se sabe que los seres humanos pensamos con palabras, o significantes que expresan significados (Lacan); hasta soñamos con algún lenguaje. El gobierno, en su silencio, se priva de una parte de la oportunidad de pensar. Sólo construimos conceptos, propuestas, respuestas y rectificaciones con la palabra dicha, escrita o leída. Desprovisto de las palabras, un Estado comienza a carecer de las cosas (Foucault), sobre todo cuando su círculo de discusión interna y privada se estrecha al extremo como ahora. Peña no sólo no siente lo que siente la gente, al despojarse de la posibilidad del intercambio con la prensa, sino que también abdica de la posibilidad de pensar a través del diálogo con pares, o individuos, o colectivos discrepantes.
Me preocupa especialmente la inexistencia del ejercicio pedagógico. Existió, bajo el viejo sistema autoritario, con López Portillo —profesor de aula— y con Salinas —dotado de una talento natural para ello. A partir de Zedillo ningún presidente se propuso emprender un esfuerzo didáctico con los mexicanos para explicar, entre otros temas desconocidos para nosotros, cómo funciona y se vive en democracia. Creo que Zedillo y Calderón carecían del don para ello; Fox lo poseía pero le ganó la desidia y desistió del empeño. Peña Nieto se ha envuelto a tal grado en la bandera priista de los ritos y las formas que no sabemos si cuenta con alguna vocación al respecto, si le interesa, o siquiera si piensa que el país se encuentra necesitado de una enseñanza constante de todo lo que no ha aprendido en un par de siglos. En lugar entonces de problematizar los asuntos delicados (Ayotzinapa, la fuga de El Chapo, el mediocre crecimiento de la economía, la guerra del narco, las casas de unos y otros, la frontera sur, la persistencia de la pobreza) gobierna con discursos preelaborados, con inauguraciones de banquetas y acotamientos, con anuncios jamás cumplidos, y con “wishful thinking”: ojalá la economía crezca, ojalá disminuya la violencia, ojalá todos se porten bien.
Le resulta enteramente ajena la idea de hablarle al país y explicar las contradicciones de cualquiera de los dilemas más espinosos que se han presentado, con un afán didáctico de tipo “por un lado… por el otro…”, o “hay que tomar en cuenta los siguientes elementos para tener una visión completa del asunto”. Sin medios de comunicación que hagan esa tarea, con una clase política incapacitada para hacerlo, con un gabinete amordazado —afortunadamente, en algunos casos— todo intento educativo de esa índole se desvanece. Queda el silencio.
Bajo cualquier régimen mexicano es difícil, si no imposible, determinar con precisión cuáles son los interlocutores privados del presidente en turno. Algunos pueden parecer obvios e inevitables: los grandes magnates, la jerarquía eclesiástica, los principales directores de medios, algunos intelectuales de renombre. Con Salinas, como con Echeverría, era evidente la propensión a la tertulia “intelectual”: en algún momento del sexenio todos pasamos por ahí, unos más que otros. Zedillo fue más selectivo, y habiendo asistido sólo a un par de reuniones en Los Pinos, supongo que disfrutaba menos el ejercicio. Fox lo hacía inducido por alguien: yo mismo, los tres primeros años de su sexenio, Rubén Aguilar en la segunda mitad. Calderón me informó en una ocasión que nunca se reunía con intelectuales; no le creí, pero hasta la fecha no sé bien con quiénes conversaba ni si le hablaban con cierta franqueza. Y con Peña Nieto me encuentro en la ignorancia completa: no sé si celebra encuentros aunque fuera esporádicos con este sector importante de la sociedad civil, por estridente y ajeno que le pueda parecer.
No he conversado con el presidente a solas, en petit comité, o fuera de actos protocolarios, en lo que va de su mandato. Sí he sabido que ante algunas sugerencias en distintos momentos de su sexenio de convocar a encuentros de esa naturaleza lo descartó: “Ya sé lo que me van a decir”. Lo cual es muy probable, aunque no seguro ni siempre cierto, y confirma lo que subrayamos antes: no cree Peña Nieto que del intercambio o la confrontación de ideas —por conocidas y reiterativas que estas resulten— pueda nacer algo valioso. No tengo idea si su equipo organiza reuniones con académicos, escritores o miembros de la comentocracia que no sean estrictamente columnistas, ni mucho menos quiénes serían en caso de existir dichos diálogos. Sin embargo, como normalmente se suele saber todo en ese mundo, es probable que si se han producido las comidas o cenas correspondientes, algo se habría filtrado. Me limito a tomar nota del silencio al respecto, y a ir confirmando con el paso del tiempo mi sospecha de que la interlocución presidencial con el estamento intelectual es poco frecuente o nula, y que en todo caso no forma parte de su rutina comunicacional.
Quizás el verdadero problema del sexenio en esta materia nazca de un pecado original, que tal vez carezca de expiación posible. Peña Nieto y su equipo son priistas hasta la médula y se vanaglorian de ello. Es su fuerza y su virtud, pero también su cruz: nadie sabe bien a bien cómo se es priista en democracia. El sello ontológico contradice todo lo que la democracia representativa implica. Dichos y normas como “El que se mueve no sale en la foto”, “No se hacen cambios bajo presión”, “Hay que respetar los tiempos”, “Hay que cuidar la investidura”, están reñidos con el desorden, la irreverencia o incluso la insolencia y el rechazo a la solemnidad propios del juego democrático. Peña Nieto y sus colaboradores no pueden adentrarse en la arena de “patín y trompón” de una democracia con reglas diferentes a las que llevan en su ADN, porque desconocen dichas reglas, escritas o no, y les repugnan cuando se topan con ellas. Aguilar Camín ha comentado con razón que el sigilo bajo el cual se fraguó el Pacto por México le impuso una dinámica peculiar a sus resultados y a su eficacia a largo plazo. Pero no podía ser de otra manera. Leo Zuckerman ha comentado también con razón que es incomprensible la obstinación presidencial de mantener en su cargo al actual secretario de Comunicaciones y Transportes. Pero no podría ser de otra manera. Y varios han comentado, con razón, que la insistencia de Los Pinos en permitir o promover la aparición de la Primera Familia en las revistas de sociedad es aberrante y le causa un gran daño el gobierno. Pero no podría ser de otra manera.
Todos estos gestos, de menor o mayor importancia, revelan un modo de ser y de hacer política, ni mejor ni peor que otro, pero diferente y ubicado en las antípodas del caótico toma-y-daca democrático. Se antoja lógico y previsible que la solución a la imposible cuadratura del círculo consista en el silencio: cero conferencias de prensa, cero salidas a debatir de los secretarios, cero reuniones con “intelectuales”, cero encuentros con activistas de la sociedad civil o de derechos humanos, el gran talón de Aquiles del sexenio. No comparto la peregrina idea de que Peña Nieto sea incapaz de un diálogo público o privado con los mencionados segmentos de la sociedad nacional. Lo poco que lo conozco me permite aseverar que, con riesgos innegables y tropiezos inevitables, podría sortear los escollos que la supresión del silencio entrañaría. Pero en el ocaso prematuro de su sexenio eso no va a suceder. Los usos y costumbres del PRI, y de tres años en Los Pinos y seis en Toluca, no se borran ni se olvidan tan fácilmente. En este rubro, el golpe de timón se torna inverosímil.
La sucesión presidencial de 2018, sin embargo, es un tema diferente. Un político con el indudable talento electoral de Peña Nieto no puede ignorar la inmensa ventaja que López Obrador va acumulando para la contienda que se avecina. Una parte del éxito de AMLO en las encuestas es irresoluble para el gobierno: el “Se los dije”. Pero otra sí tiene remedio: los millones de spots del Peje de aquí al 2018. No arrebatándoselos —que tampoco sería mala idea, en vista de su flagrante ilegalidad— sino compitiendo con él en su propio terreno. ¿Cómo? Liberando a los precandidatos del PRI —ya lo hace Peña con Nuño— y permitiéndoles actuar como lo que son: tapados en democracia, un non sequitur conceptual, pero un mecanismo eficaz ante un problema sin solución.
Los precandidatos serios y viables a suceder a Peña Nieto se transformarían ipso facto en los voceros del gobierno, en sus interlocutores con la sociedad, en los escuderos públicos y privados de sus políticas. Habría que soltarles la rienda a los candidatos incluidos en la lista de finalistas de Peña; establecer reglas implícitas de acceso a los spots de gobierno; incluir de modo explícito a unos, y excluir a otros. Se tendría que realizar esta faena antes de tiempo y, efectivamente, ello equivaldría a restarle poder al presidente con anterioridad a lo que la tradición y la conveniencia sugieren. No es una solución ideal. Pero peor es el silencio.