Jorge Castañeda
Casi todo se ha dicho sobre el gasolinazo, y seguramente se dirá mucho más en los días y semanas siguientes. No tiene mucho sentido repetir lo que personas que saben mucho de esto, como Lourdes Melgar y otros, han comentado. Es obvio que conforme importamos más gasolina, conforme se permite la importación por parte de particulares, y conforme se deprecia el peso frente al dólar y/o aumentan los precios internacionales del petróleo, la gasolina, y no hay capacidad ni voluntad de mantener un subsidio, que en efecto beneficia a los perfiles de mayor ingreso en el país, es inevitable que los precios suban. Puede uno discutir si subieron demasiado de un golpe el día de ayer; si Peña Nieto prometió que ya no habría gasolinazos –aunque no lo haya vinculado a la reforma energética– y si la Secretaría de Hacienda, con sus dos secretarios hasta ahora, tiene un especial talento para cantinflear y explicar mal las cosas.
Me interesa más tratar de entender la reacción de la ciudadanía en México. Se ha dicho en estos años que la gente en México no se enoja ni se moviliza por temas como la hecatombe de derechos humanos de Calderón, el asalto en descampado de los funcionarios de Peña Nieto en materia de corrupción, la disfuncionalidad de un sistema político paralizado, pero que podría llegarse a molestar si hubiera verdaderos golpes al bolsillo. Aquí hay uno.
En otros países y en otros momentos, aumentos –ciertamente mayores– de los precios de la gasolina desataron protestas generalizadas, incluso violentas, que fueron reprimidas a sangre y fuego. Recuérdese el caracazo de Carlos Andrés Pérez, en 1989. Ojalá en México no haya esa violencia ni esa represión, pero sí haya una verdadera movilización popular. Me temo, sin embargo, que no pasará nada.
Es cierto que las clases medias-bajas se verán severamente afectadas por el aumento en los precios de la gasolina y por tanto del transporte y de muchos otros precios vinculados a la energía. Y es cierto que esas clases medias son imprevisibles en su reacción frente a acontecimientos de este tipo. Pero a juzgar por el tipo de idioteces que se han propuesto en estos días –no comprar gasolina los primeros días del año o cerrar las carreteras en el regreso de vacaciones para generar malestar–, difícilmente se puede esperar que haya algo que valga la pena. Ya no sabe uno que resulta más absurdo: pedir, como lo hace el presidente del PRI, que no se politice una medida tremendamente impopular del gobierno –como si eso no fuera la chamba de la oposición– o pensar que con acciones individuales el gobierno dará marcha atrás.
El tema central aquí es que revertir medidas de este tipo requiere de acciones colectivas en la calle y vinculadas a las organizaciones políticas y/o de la sociedad civil realmente existentes. Si los sindicatos no se meten; si los partidos no se meten; si las organizaciones de la sociedad civil no se meten; y si la gente no quiere salir a la calle, no va a pasar nada. Por eso este es el país del no pasa nada.