Jorge Castañeda
De acuerdo con varios reportes de conversaciones privadas entre el secretario de Relaciones Exteriores y sus principales colaboradores, el gobierno mexicano tenía más o menos armado su cronograma para la negociación ‘integral’ con la administración Trump. Dejando a un lado los detalles, lo esencial era que todo quedara resuelto, para bien o para mal, en noviembre de este año, a más tardar. El motivo ostensible de la urgencia: evitar que temas tan conflictivos como el muro, las deportaciones, el TLCAN, la seguridad, la migración centroamericana, la guerra contra las drogas, se empalmaran con la campaña presidencial en México. Agregaría una razón: la remota posibilidad de que Luis Videgaray fuera el candidato del PRI a la presidencia dependía de que pudiera renunciar a la Cancillería en octubre-noviembre para ser postulado. Dicha renuncia no sería factible de no haber terminado (con éxito, se supone) las pláticas con Washington.
El miércoles, durante una entrevista con Bloomberg, Wilbur Ross, el nuevo secretario de Comercio –uno de los ‘buenos’ de Trump– afirmó que las negociaciones sobre el TLCAN comenzarían en “the latter part of this year” –bien traducido, significa “en la segunda parte de este año”, tirándole al final– y que tardarían aproximadamente un año. Con un breve comentario, no muy cuidado tal vez, dio al traste con los planes de Peña Nieto, Videgaray y México. Visto que los plazos de los mecanismos legislativos y jurídicos del Ejecutivo norteamericano son complejos, discrecionales y tortuosos, Ross puede imponer este calendario, aunque no fuera indispensable. Incluso insinuó que el gobierno de Trump solicitaría una nueva TPA (Trade Promotion Authority, o ex fast track) al Congreso, aunque en el sentido estricto no parece necesario, ya que el de Obama sigue vigente hasta mediados de 2018.
Ahora bien, lo de la campaña presidencial mexicana, y la raja que cada candidato opositor al PRI pueda sacarle a cada filtración o rumor sobre el curso y el contenido de las negociaciones, es lo de menos, como lo son las posibles ambiciones persistentes de Videgaray. Lo más grave de la declaración de Ross consiste en la complicación que introduce en la noción correcta que presentó el gobierno de ‘integralidad’: todo está en la mesa, y nada está acordado hasta que todo esté acordado. Las negociaciones comerciales empezarán en septiembre, digamos, pero las redadas, las deportaciones, la construcción del muro (o por lo menos la aprobación de fondos), la hostilidad retórica y sustantiva con México y los mexicanos en Estados Unidos, empezaron todas ya. Si México intenta negociar estos temas hoy –como quizás estuvo tratando Videgaray en Washington, ayer– lo tendrá que hacer sin el componente comercial. Si espera a que este último arranque, deberá dejar en paz los otros temas hasta entonces, sin contar con las fichas mexicanas –centroamericanos, drogas, demandas en Estados Unidos, apelar a la comunidad internacional– por el momento.
No hay buena solución. La menos mala probablemente estribe en lo que hemos reiterado en estas páginas desde noviembre: elevar el costo de la ‘mexicanofobia’ de Trump lo más posible, lo más pronto posible, y buscar el mayor número de aliados en Estados Unidos cuanto antes. Por las razones esperadas, la táctica de dejar pasar el tiempo para que Trump se desgaste lo favorece a él, no a nosotros. Hacer algo ahora es la única vía, sin estar exenta de riesgos y de tropezones.