Jorge G. Castañeda
Hace unas semanas tuve la oportunidad de conversar largo y tendido con uno de los principales colaboradores de Andrés Manuel López Obrador. Nos conocemos desde hace años, y entre gitanos no nos leemos las cartas. Aunque tocamos múltiples temas, el que me interesa abordar aquí abarca la especie de amnistía anticipada para corruptos y violadores de derechos humanos que AMLO ha anunciado en varios discursos, y sobre todo en su libro La salida, en particular a la luz de la detención o denuncia de varios exfuncionarios mexicanos en el extranjero en las últimas semanas.
No me referiré a lo que muchos han señalado, y criticado: quien es él para decidir a quién indulta o perdona, arrogándose atribuciones del Poder Judicial; el borrón y cuenta nueva garantiza la perpetuación de la impunidad, etc. En la citada conversación, procuré convencer a mi interlocutor de que ya no estaba en manos de AMLO, o de cualquier Presidente de la República –bueno o malo, honesto o ratero, magnánimo o vengativo– absolver a nadie de determinados delitos. El factor internacional ya no lo permite.
Insistí en el capítulo de derechos humanos primero, recordando el pavor que le provocó a Felipe Calderón ser arrastrado al banquillo de los acusados en la Corte Penal Internacional de La Haya, y los ejemplos menos fallidos que ése, de otros violadores de los derechos humanos que no fueron juzgados en sus propios países. Pero el capítulo principal para la opinión pública hoy en México es el de la corrupción –no sé si con razón– y no el de los derechos humanos.
Si pudiera continuar nuestro intercambio, le preguntaría al consejero “pejista” ¿Qué haría AMLO en el caso de Tomás Yarrington, por ejemplo? Según su libro, sería perdonado, y podría volver a México. Pero si hubiera sido detenido antes en Florencia por las autoridades italianas, a solicitud de las norteamericanas ¿pediría que lo soltaran? ¿No buscaría extraditarlo a México? O si primero volviera a Tamaulipas, acogiéndose a la amnistía presidencial, y Washington solicitara su detención provisional para fines de extradición, por delitos cometidos en Estados Unidos ¿la negaría? O ya preso en Nueva York, con el Chapo y Veytia ¿le exigiría a Trump que por favor lo liberara, ya que goza de una versión mexicana de amparo universal?
Le insistiría a mi interlocutor con el caso de Emilio Lozoya. Sin prejuzgar si el exdirector de Pemex efectivamente recibió una mordida de cinco millones de dólares ¿qué haría AMLO si los brasileños o los suizos o los norteamericanos pensaran que sí, e intentaran juzgarlo en sus tribunales por delitos cometidos ante su legislación (Foreign Corrupt Practices Act, en EU, escándalo Lava Jato, en Brasil)? López Obrador trataría de hacer valer la “soberanía” mexicana que tanto le gusta y sostendría que a los mexicanos sólo se les juzga en México, y a éste (o éstos, porque no ha sido indiciado sólo Lozoya), él ya lo perdonó?
Entiendo que en una campaña no se tiene respuesta a todo. También que el ámbito más ajeno a AMLO (y a los demás precandidatos a la Presidencia) es el internacional. Pero ya sería tiempo de que ellos entendieran que ya no hay nada en México que sea puramente interno, ni nada que resulte exclusivamente externo. Javier Duarte se fugó a Guatemala, no como el Chapo a la Sierra Madre occidental y los cerros de Sinaloa y Durango; César Duarte a El Paso (según su sucesor), otros exgobernadores andan como Pedro por su casa en la Ciudad de México o en Cozumel. ¿En verdad AMLO va a poder decidir todo esto, sólo porque según él México es un país soberano? Ojalá su asesor le explique que no es ya tan fácil, o lo convenza de platicar con Yarrington, o Duarte, o Veytia, o Lozoya, más los que se acumulen.