Jorge G. Castañeda
No leí nada en las reseñas del supuesto “Proyecto de Nación”, presentado el lunes por López Obrador, que me impactara especialmente. Cierto, no me soplé las 415 páginas, pero una ojeada sugiere que allí hay más detalle y sustancia que en los discursos o resúmenes ejecutivos que sólo incluyen lugares comunes o buenos deseos. Pero sí encontré en una declaración o intervención atribuida a Héctor Vasconcelos, el encargado de los temas de relaciones con el exterior de AMLO, que me pareció interesante.
Según El Financiero, a propósito del TLCAN, Vasconcelos afirmó que “Un gobierno como el actual, con los índices de aceptación más bajos en la historia moderna del país… carece de la legitimidad requerida para representar los intereses del país en esta negociación.” Por lo tanto, las negociaciones con Estados Unidos y Canadá deben suspenderse hasta que tome posesión el nuevo gobierno, o en todo caso, hasta que haya presidente electo y equipo de transición. El propio AMLO ya había planteado esta alternativa, pero quizá de manera menos formal.
No creo que el motivo de una posposición de las pláticas consista en la popularidad de Peña Nieto. Presidentes carentes de apoyo pueden negociar tratados, que luego serán ratificados por un Poder Legislativo institucional, sin importar su aprobación. Para eso existe dicho proceso. Pero existe otra razón, esa sí poderosa, que justificaría la suspensión, y que le daría, justamente, la razón a AMLO. Por una vez, tiendo a estar de acuerdo con él.
Ya es evidente que las conversaciones no van a concluir antes de la primavera del año entrante, si es que llegan a buen puerto. Imposible un voto en el Senado mexicano, o en ambas cámaras en Estados Unidos, antes de las elecciones del 1 de julio en México. No tiene sentido que un mandatario saliente –lo que los norteamericanos llaman un lame duck– debe negociar algo de tal trascendencia en los últimos años de su mandato. Se antoja una actitud irresponsable, de escasa visión de Estado, y un poco desesperada. En otra coyuntura mexicana, o en otro país, resultaría impensable.
Hoy en México no lo es. Existen dos explicaciones. La primera –la primordial– reside en la sospecha fundada de las élites del país de que AMLO va a ganar, y que posiblemente reventaría la negociación con Trump, ya sea por inexperiencia, ya sea por radical. No es un tema sin fundamento, pero un poco ocioso. Si gana él, parecería inviable esperar que enviara el nuevo instrumento al nuevo Senado de 2018, y menos aún que aceptara el país que Peña lo hiciera con el viejo Senado después de haber perdido su candidato y su partido. AMLO, al igual que Bill Clinton con el NAFTA original en 1993, pediría muy sensatamente una re-re-negociación después de su victoria, que arrancara con la toma de posesión del nuevo equipo. Washington y Ottawa se verían obligados a atender una petición eminentemente razonable.
Ahora bien, si AMLO pierde y gana el candidato del Frente –descarto por completo un triunfo del PRI– la transición sería más tersa, por lo menos en esta materia, e incluso Ricardo Anaya podría aceptar los lineamientos básicos ya negociados, y resolver los grandes pendientes en un acuerdo tácito con el gobierno saliente. Esta explicación, entonces, no funciona.
La otra, más mezquina y menos seria, estriba en el deseo de Peña y de su equipo de llevar la medalla de un buen acuerdo para México, si lo logran, o de envolverse en la bandera y patear la mesa si no. Como no es imposible que aún suceda un milagro (el 12 de diciembre, por ejemplo), o que Trump nos saque las castañas del fuego de una manera u otra, EPN prefiere aferrarse hasta los momentos finales de su sexenio. La esperanza es siempre la última en morir. No es una postura digna ni tampoco eficaz. Al contrario, Peña se adornaría vistiéndose de estadista al imponer un hiato en la negociación y entregándole la responsabilidad de las misma a su sucesor. Además, sería una buena salida ante una mala perspectiva.