Jorge G. Castañeda
La discusión sobre la manera en que cada partido político escoge a sus candidatos a diversos cargos de elección popular es tan vieja como Robert Michels y la Socialdemocracia alemana. No hay, desde luego, método mejor o más democrático que otro, ya que todos involucran algún tipo de representación: de miembros o militantes en una convención, una asamblea, un consejo o un Comité Central. En muchos casos, ciertamente arcaicos, la responsabilidad recae en un individuo: patriarca, jefe de Estado o de gobierno, candidato eterno incapacitado, dueño inhabilitado.
El PRI no es peor que otros en este sentido. Me parece una tremenda pérdida de tiempo eternizarse en el dedazo, el destape, la cargada, y todas las peculiaridades folclóricas que los priistas adoran, que los medios devoran –les permite trabajar menos y aparecer más– y que los críticos reciben con júbilo. ¡Qué mejor que denunciar prácticas efectivamente antediluvianas, corruptas y autoritarias! Al final, creo, es muy asunto de los priistas –y de López Obrador o del Frente– cómo designan a sus abanderados. Los partidos son asociaciones voluntarias, y a quienes disguste tal o cual procedimiento, se encuentran en todo su derecho de marcharse a su casa… o a otro partido.
Por eso prefiero centrar la reflexión sobre el nuevo candidato del PRI en lo esencial: qué ha sido, para entender qué será. Es lo que los priistas, y Peña Nieto en particular, prefieren relegar a los márgenes de la discusión. Y con razón: Meade ha sido un pieza central de la corrupción, de las violaciones a los derechos humanos y de un desempeño económico mediocre de los últimos dos sexenios. Su candidatura es indisociable, para la gente decente, de Calderón y de Peña Nieto, y de la relación entre ambos.
Sobre la corrupción, dos ejemplos. El escándalo de la llamada Estafa Maestra tuvo lugar, sobre todo, en 2012 y 2013. Como se sabe, a través de este esquema “11 dependencias del gobierno federal desviaron 7 mil 670 millones de pesos a través de convenios con ocho universidades públicas que, a su vez, contrataron a 186 empresas para supuestamente cumplir con múltiples servicios, de las cuales 128 no existían” (Animal Político de ayer). En 2012, el secretario de Hacienda, de donde venía todo ese dinero público federal, era José Antonio Meade. Como se sabe, en 2014-2015 –y quizás todavía– casi mil millones de pesos fueron transferidos por el gobierno federal, vía la Secretaría de Relaciones Exteriores, a la organización Juntos Podemos, presidida por Josefina Vázquez Mota, para dizque proyectos de apoyo a los mexicanos en Estados Unidos, sin licitación, sin rendición de cuentas, sin transparencia sobre los gastos operativos. En 2014, el secretario de Relaciones Exteriores era José Antonio Meade.
En materia de derechos humanos, el gobierno de México, a través de sus embajadas y consulados, hizo hasta lo imposible para que la sangrienta guerra de Calderón no fuera investigada por la Corte Penal Internacional de La Haya, siendo que existían motivos más que válidos para abrir un examen preliminar. Que el expediente presentado por activistas mexicanos fuera deficiente no significaba que dichas violaciones no hubieran existido. En 2013 y 2014, cuando México se dedicó en cuerpo y alma a blanquear al gobierno de Calderón en esta materia, el secretario de Relaciones Exteriores era José Antonio Meade.
A partir de septiembre de 2014, cuando se precipitó la andanada de críticas y denuncias al gobierno de Peña Nieto por las desapariciones de Ayotzinapa, por la tortura generalizada –investigada por un relator del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU–, y por otros casos emblemáticos como Tlatlaya (junio de 2014), el responsable por parte de México de combatir esas denuncias y dizque defender al gobierno fue el secretario de Relaciones Exteriores, a la sazón, José Antonio Meade.
Debo decir que, en lo personal, sólo recibí trato cordial y deferente por parte de la Cancillería durante esos años, y que muchos de los funcionarios con quienes colaboré, formal o indirectamente sobre distintos temas de política exterior, me trataron con gran amabilidad, en buena medida por instrucciones de Meade. Pero me resisto a aceptar, sin chistar, las distorsiones o francas mentiras de muchos en los medios, en el PRI y en el seno del empresariado, sobre una pequeña parte de la historia de estos sexenios, y sobre todo, a propósito del pacto de la omertá entre Calderón y Peña Nieto, que traté de describir y denunciar hace casi dos años. Meade lo encarna y lo simboliza.