Jorge G. Castañeda
A diferencia de muchos de mis colegas en la comentocracia, no me parece tan mala la idea de López Obrador de recurrir a una consulta (whatever that means) y a una encuesta (aún no definida) para decidir qué hacer con el nuevo aeropuerto. Los detalles –quién las pagará; el peso respectivo de cada ejercicio; el carácter vinculante de la consulta en ausencia de todos los datos pertinentes– pierden peso ante la magnitud del tema.
Sí se trata de una inversión gigantesca, probablemente muy superior a la prevista hoy y de cualquier obra pública de la historia de México. Sí compromete al país y a sus sucesivos gobiernos por un tiempo prolongado, de nuevo, en cualquiera de las opciones que se escoja. Sí será examinada con lupa la decisión por inversionistas y calificadoras como la primera señal no retórica de AMLO en materia económica, por los menos de manera indirecta. Y sí reviste una importancia simbólica para las bases radicales de Morena, desde los macheteros de Atenco hasta el Ingeniero Riobóo. El asunto no es menor.
Por eso, contar con un par de instrumentos que permitan sondear el estado de la opinión tanto de los partidarios de López Obrador (en los hechos, la consulta) como de la sociedad en general (a través de la encuesta), puede resultar útil. Le sirve a AMLO ya sea para blindarse ante una determinación a favor de Texcoco, que será repudiada por sus bases, ya sea a favor de Santa Lucía, Benito Juárez y Toluca, que será fuertemente criticada por el empresariado, los llamados mercados, y buena parte de la intelectualidad. Incluso le permite lo que seguramente más le complacería: posponer las decisiones difíciles. Puede utilizar un resultado dividido –como en el box– para pedir más estudios, echar a andar los inevitables y enésimos parches de AICM y Toluca, y seguir buscando quien se haga cargo de Texcoco si no lo ha encontrado aún.
En muchos países –más bien a nivel municipal o de estados o regiones en sistemas federalistas– se recurre a una votación para optar o rechazar una obra pública. En general se utiliza la figura de un bono emitido en los mercados por la entidad, y se le consulta a la ciudadanía su disposición a pagar los intereses del mismo mediante impuestos. La participación electoral suele ser baja en estos casos, pero reveladora del estado de ánimo de la población.
El problema de López Obrador ante el aeropuerto no reside entonces, en mi opinión, en el método que ha seleccionado para resolver el dilema que él mismo creó en su campaña. Estriba más bien en privilegiar el método sobre la sustancia, es decir, la decisión misma. Al no tomar partido, muestra su habilidad política si le sale bien la maniobra, pero también su desinterés o desprecio por el fondo de los asuntos de políticas públicas. Es una abdicación de responsabilidad. Ante quienes piden, con sensatez, que se suspenda la crítica hasta que empiece a gobernar, se les puede responder que junto con la designación de su gabinete, ésta es la primera decisión de gobierno del nuevo presidente. Se vuelve extraño, por no decir surrealista, que no sepamos entonces qué piensa el que tomará al final de cuentas esa decisión.
La pregunta salta a la vista: una vez que el pueblo decida ¿AMLO va a salir a explicar, defender y promover la decisión del pueblo, cualquiera que esta sea? ¿O también va dejar el asunto en manos de sus colaboradores –divididos– o del pueblo, nuevamente?