Jorge G. Castañeda
Ya terminó el sexenio de Peña Nieto. Acaba con los peores números de aprobación y de calificación desde que hay números en México, es decir, más o menos desde el año 2000; con un juicio devastador emitido por los votantes el 1 de julio, y con un descrédito personal y político generalizado. Como ya se ha dicho casi todo lo que se puede decir sobre este sexenio fallido, quisiera limitar mi balance a algunos aspectos.
Antes, sin embargo, sí quisiera decir que, aunque nunca tuve la oportunidad de conversar con él, ya sea en pequeños grupos o a solas, durante todo el sexenio, siempre recibí un trato decente y amable por parte de Peña y sus principales colaboradores. Jamás fui perseguido, hostigado ni censurado. No tengo absolutamente ningún reclamo de esa índole que dirigirle a cualquiera de ellos.
Además, de todos los errores que ya se han comentado en tantas páginas, y que no vale la pena repetir porque comparto el análisis del cual se derivan casi todos esos comentarios, empezaría con uno que quizás se ha mencionado un poco menos que otros. Por razones en parte de mezquindad, en parte de miedo, en parte de desidia en hacer la tarea numérica, desde antes de tomar posesión y al principio de su sexenio, Peña Nieto decidió no construir un sistema único de protección social universal. Se lo había sugerido en múltiples ocasiones Santiago Levy y varios otros exfuncionarios o economistas; se podía discutir el costo, el tiempo y la extensión de la medida, pero por varias razones adicionales esto no sucedió. A partir de ese momento iba a resultar imposible transformar seriamente las cifras de desigualdad en México. El coeficiente Gini se iba a mover un poco para arriba o para abajo, pero nada serio iba a suceder. Y menos aún se iba a avanzar hacia las otras metas que un sistema de esa naturaleza puede ofrecer. Creo que fue un error serio del cual nunca se repuso el sexenio.
En segundo término, en la reforma energética se optó, por razones nunca bien explicadas, salvo que Pemex se encontraba subvaluada, sacar a la paraestatal a bolsa en una minoría de las acciones tanto en Nueva York como en México, para ponerle la camisa de fuerza de lo que las bolsas implican. Eso le hubiera impuesto a Pemex una serie de mejores prácticas, incluyendo desde luego derechos de accionistas minoritarios, transparencia, rendición de cuentas, etcétera. Se decía en 2014 que de haber salido a bolsa en ese momento, Pemex valdría poco; hoy vale mucho menos que ese poco. No era una decisión sencilla, pero se perdió la oportunidad de hacerlo y ahora quién sabe hasta cuándo sea posible.
Y el tercer grave error, que desembocó directamente en los resultados del 1 de julio y de todo lo que sigue a partir del 1 de diciembre, fue la resistencia radical o intransigente de Peña Nieto ante la segunda vuelta en la elección presidencial. No le gustaba antes de ser presidente, no le gustó durante los primeros años de su mandato, y no le gustó en los últimos días en que legalmente podía hacerlo. Siempre sostuvo dos argumentos igualmente falsos: al PRI le iría mal, ya que se unirían PAN e izquierda en contra del partido y, en segundo término, los priistas verían la aceptación de la segunda vuelta por su presidente como una forma de reconocer la derrota antes de tiempo. Pues resultó que sin que se aliara nadie contra el PRI sacó 16%, y los priistas tiraron la toalla mucho antes, en la medida en que todavía había toalla que tirar.
Conviene concluir que, junto con los errores garrafales cometidos en materia de corrupción, de seguridad y violencia, y de relaciones internacionales durante la primera mitad del sexenio, lo que más se le puede reclamar a Peña Nieto es lo que muchos ya han dicho, entre otros un colega y amigo, Leo Zuckermann: Echó a perder reformas en sí mismas acertadas y merecedoras de apoyo, por su forma de gobernar. Las reformas no hundieron a Peña, Peña hundió las reformas.