Jorge G. Castañeda
Hace unos diez años, cuando en el seno de la comentocracia se hallaba de moda la guerra de Calderón, y no éramos muchos en denunciarla, recorrí a la vieja parábola de The Quiet Americanpara describir la trampa en la que Calderón nos había metido. Algunos lectores recordarán cómo en la novela de Graham Greene, de principios de los años cincuenta, un líder del Viet Minh (antecesores del Viet Cong) buscaba explicarle al corresponsal inglés su estrategia en el delta del Río Mekong.
El guerrillero le relata a Thomas Fowler cómo los ocupantes franceses (estamos a tres años de su debacle en Dien Bien Phu en 1954) sólo controlan el territorio que pisan. Allí donde se despliegan, pacifican a los campesinos y neutralizan a los insurgentes. Pero cuando se retiran, porque simplemente no les alcanzan los efectivos para permanecer desplegados indefinidamente, el Viet Minh vuelve y ocupa de nuevo el territorio, es decir, los pequeños pueblos y los arrozales.
Sostuve que lo mismo sucedía con el Ejército mexicano y el narco. Mientras se mantenía en alguna zona –estado, sierra, ruta o plaza– los narcos se desvanecían. Al replegarse las Fuerzas Armadas, los narcos volvían. El Ejército dominaba el territorio que pisaba; al dejar de pisarlo, lo perdía.
Al cabo ya de casi trece años de la guerra de Calderón y de Peña Nieto, todo indica que la hipótesis de la novela de Greene era pertinente. La violencia se mantiene en niveles muy superiores a los de 2006-2007; los flujos de estupefacientes diversos en dirección a Estados Unidos siguen iguales o superiores; el fin de la guerra se antoja tan remoto como nunca; casi trescientos mil muertos y más de cuarenta mil desaparecidos fueron en vano.
La analogía vale también para la guerra de López Obrador contra los migrantes centroamericanos. El gobierno presume que ha disminuido el número de detenciones en la frontera con Estados Unidos, incluso ya en el mes de julio. No es imposible que además de originarse en la consabida reducción estacional debido a los calores del verano en toda la ruta del Triángulo del Norte al Río Bravo o a Tijuana, en parte la merma se debe al despliegue de casi 25 mil tropas en ambas fronteras mexicanas. En el sur buscan impedir la entrada de migrantes; en el norte, se trata de impedir su salida. Mientras pisen territorio los soldados mexicanos y repriman a mujeres y niños, es probable que los flujos sigan bajando. Cuando resulte demasiado oneroso el costo del esfuerzo, y comience el repliegue, las cifras volverán a crecer.
La película ya la vimos entre finales de 2014 y 2017. Peña Nieto sucumbió a la presión de Obama y detuvo por la fuerza la oleada de menores no acompañados. Aunque es justo subrayar que ni él se atrevió a utilizar al Ejército mexicano para impedir la salida de centroamericanos de México. Descendieron las deportaciones de Estados Unidos a Centroamérica; se elevaron las de México. Cuando ya no resultó factible ni costeable mantener el llamado Plan Frontera Sur, subieron de nuevo los flujos y nos encontramos en la situación de principios de 2018, cuando todo se descompuso.
Las denuncias por violaciones a los derechos humanos de los migrantes no son óbice para que López Obrador mantenga su política represiva y sumisa. La sociedad mexicana ve con buenos ojos que maltratemos a los migrantes, corolario inevitable de buscar contenerlos o repelerlos. Entre más extorsiones, violaciones, abusos y asaltos, mejor. Trump está contento con su aliado electoral mexicano. Pero allí sigue el Viet Minh, y volverá de la selva cuando los franceses se retiren.