Jorge G. Castañeda
Cualquiera que sea la opinión que se adopte sobre el éxito o fracaso del “cinturón de la paz” construido por el gobierno de AMLO y de Claudia Sheinbaum para evitar la violencia en la Ciudad de México el 2 de octubre, un aspecto del mismo debe preocuparnos. Asimismo, si el Estado posee la obligación de aportarle seguridad a la ciudadanía a través de los instrumentos que ésta financia con sus impuestos, y si el Gobierno de la CDMX abdicó o no de esa obligación al recurrir a sus empleados civiles, es una discusión importante, pero distinta. Si el operativo se tornó completamente ineficaz en cuanto aparecieron los “anarkos” o encapuchados en 5 de mayo, como lo sugieren las imágenes de televisión, o si los “otros datos” presidenciales se ciñen más a la verdad, es obvio que los 12 mil integrantes del “cinturón” eran en su gran mayoría empleados del gobierno de la ciudad. Y recibieron la instrucción, o la exhortación, o la amable súplica de su superior, de presentarse en Reforma y el Centro histórico en la tarde. Eso es inaceptable. Y una mujer con estudios en Estados Unidos como Sheinbaum debiera saberlo mejor que nadie.
Desde que comenzó el esfuerzo —insuficiente— para suprimir el acoso sexual en las universidades norteamericanas, hace más de un cuarto de siglo, y ahora en las entidades públicas de varios estados de la Unión y en múltiples instituciones privadas con el movimiento MeToo, un principio básico yace en el centro de todo. Mientras haya una relación de poder entre géneros -más bien entre un hombre con poder y una mujer sin el, pero puede ser en cualquier otra dirección- no existe libre albedrío, voluntad, aceptación o incluso invitación. La tesis según la cual no hay acoso si la víctima o la acusadora accedió al deseo del presunto acosador porque estuvo de acuerdo, es rechazada por la ley, por los reglamentos, por los medios y por la sociedad norteamericana. En todos los cursillos obligatorios en empresas, medios de comunicación, universidades o entes de cultura, el supuesto consentimiento no viene al caso si hay una relación de poder, de jerarquía, de desigualdad formal entre las partes. No hay voluntarias en esas circunstancias.
Cuando la Jefa de Gobierno le sugiere, o le ordena, o le ruega a sus subalternos que funjan de “cinturón de paz”, los coloca en una situación imposible. O acceden, en una correlación de fuerzas donde no cabe, en los hechos, el “no”; o se niegan, y corren el riesgo de pagar las consecuencias de su negativa. La diferencia con el acoso es mínima. Resulta absurdo proponer y poner en práctica un sistema coercitivo para los empleados públicos y luego sugerir o proclamar que no es coercitivo. Si hay poder de por medio, es coercitivo. En materia de acoso, y de “cinturón de paz”. No se hagan tontos.
Jorge
G. Castañeda
Secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Profesor de
política y estudios sobre América Latina en la Universidad de Nueva York. Entre
sus libros: Sólo así: por una agenda ciudadana
independiente y Amarres perros. Una autobiografía.