JORGE G. CASTAÑEDA11 OCT 2019 – 08:37 CDT
El Estado asistencial ha sufrido múltiples embates a lo largo de los últimos 40 años. Socialdemócrata o demócrata cristiano, europeo o canadiense, latinoamericano —pocas veces— o asiático —menos aún— la idea según la cual las desigualdades y las incertidumbres inherentes a la economía de mercado y a las sociedades que de ella se derivan deben ser proactivamente corregidas por el Estado es a la vez resiliente —desde Bismarck— y vulnerable —desde Reagan y Thatcher. Hoy, el Estado asistencial nacido en Europa occidental se encuentra debilitado por las transformaciones del capitalismo moderno en los países ricos, y socavado por la informalidad y la desesperación en los países de ingreso medio o francamente pobres de América Latina. Pero extraña y alentadoramente, su destino se juega donde jamás ha jugado: en Estados Unidos.
No es que nunca haya existido nada por el estilo en ese país. En los años 30, Roosevelt creó el sistema de pensiones: lo que se llama Social Security. En los años 60, Johnson fundó el seguro de salud para adultos mayores o para quienes se hallaban en la pobreza: Medicare y Medicaid. Un programa de seguro de desempleo, mínimo y breve, fue establecido entonces. La educación pública gratuita, hasta niveles universitarios, surgió desde mediados del siglo XIX, con fuertes variaciones Estado por Estado. Pero tanto del lado de la fiscalidad —con impuestos más bajos que en Europa— como del gasto —prestaciones más exiguas o puramente privadas— el welfare state estadounidense siempre dejó mucho que desear.
Por ello, resulta novedoso que en la campaña por la candidatura del Partido Demócrata para las elecciones del 2020, aspirantes susceptibles de ser postulados hayan enarbolado la bandera de consumar la construcción del Estado asistencial norteamericano. No todos en la misma medida: hay unos más centristas o prudentes que otros. Ni es seguro que alguno de ellos pueda derrotar a Donald Trump, o en caso de lograrlo, que ponga en práctica un programa con esas características. Pero por primera vez desde la Gran Depresión y la presidencia de Roosevelt, candidatos verosímiles proponen un proyecto social ambicioso, audaz y progresista.
Hasta ahora, estas ofertas pertenecían más bien a los candidatos marginales o extremistas. Ya no. La explicación es doble. De la misma manera que Trump representa de algún modo una reacción extrema contra Obama, no tanto por sus políticas sino por su raza, el giro a la izquierda del Partido Demócrata constituye la respuesta de jóvenes, mujeres, afroamericanos y latinos contra Trump. Y por otro lado, la creciente desigualdad en Estados Unidos, comprobada en libros y estadísticas oficiales recientes, parece haber llegado a un límite.
Del lado del gasto, así como de los ingresos, los principales contendientes demócratas han abrazado propuestas que hace apenas cuatro años únicamente fueron suscritas por Bernie Sanders. Si bien el senador socialista por Vermont obtuvo un importante caudal de votos contra Hillary Clinton, era percibido como un político ubicado en la extrema izquierda del espectro y sin ninguna representatividad, salvo en el seno de la juventud universitaria activista. Hoy, sin embargo, casi todos sus colegas prometen más o menos lo mismo que él sugería en 2016. El llamado Medicare for all, es decir, un sistema de atención médica universal, de pagador único, semejante al inglés, canadiense o español, figura en los programas de Sanders, de Elizabeth Warren —la principal rival del puntero, el exvicepresidente Joe Biden—, de Cory Booker, el senador por Nueva Jersey, de Julián Castro, de San Antonio, y en alguna medida de Kamala Harris, la senadora por California. Todos ellos proponen extender el sistema existente para adultos mayores y para los indigentes a todos los norteamericanos, suprimiendo el mecanismo actual de seguros privados pagados en parte por empleadores, o el Obamacare complementario de 2009. Warren y Harris encierran buenas posibilidades de ocupar un lugar —el primero o el segundo— en la boleta demócrata de 2020.
Pero lo más interesante yace en la definición de sus rivales. Todos —el propio Biden; el alcalde Pete Buttigieg; Beto O’Rourke, de Texas; la senadora Amy Klobuchar de Minnesota— respaldan una doble opción: la privada para quienes la tienen, y Medicare para los 20 millones que no cuentan con ella o que se encuentran insatisfechos con el esquema privado. Ellos han entendido, al igual que los más radicales, que el gran reto en materia de salud en Estados Unidos no reside únicamente en la tragedia de los no asegurados, sino también en la magnitud de los deducibles y de las primas de las pólizas privadas. Ello ha llevado a que los norteamericanos gasten más que cualquier país rico en salud (como porcentaje del PIB) y tengan la peor salud de los países ricos.
Un segundo tema del lado del gasto involucra las guarderías para niños de tres a seis años, o incluso de cero a tres años. Warren ha sido la más insistente en esta materia, pero sus correligionarios también. Con el tránsito de una gran cantidad de mujeres a la fuerza de trabajo, y con el leve incremento del número de hogares de un solo jefe —a partir de niveles de por si elevados— la cuestión del child care se vuelve decisivo. ¿Quién lo paga, suponiendo que fuera universal? La vieja teoría del Estado asistencial sostiene que deben ser los contribuyentes, no los usuarios. En un país plagado de hogares encabezados por mujeres solteras, y donde a la vez la proporción de mujeres con empleos fuera del hogar crece de maneara vertiginosa, la respuesta socialdemócrata es contundente. Deben pagar los contribuyentes, no solo quienes se benefician del servicio pertinente.
Por ello, un segundo punto —del lado del gasto— dentro del proyecto de construcción de un Estado asistencial norteamericano como Dios manda, yace en la creación de un sistema universal de ayuda a la niñez, por lo menos de los tres a los seis años. Existe una gran cantidad de guarderías en Estados Unidos, pero o bien no son accesibles por su costo a muchas familias, o no se encuentran en las zonas donde habita el mayor número de madres solteras o emparejadas que trabajan fuera del hogar, o los sueldos que se pagan a las encargadas de los centros infantiles son tan mediocres que terminan siendo indeseables o inviables. Para concluir esta rápida reseña convendría incluir propuestas otras varias versiones del Estado asistencial como volver a la educación superior gratuita y condonar las enormes deudas estudiantiles existentes (propuesta de Sanders y Warren), la creación de un fondo a largo plazo para cada niño en situación de pobreza (propuesta de Cory Booker), el regreso a políticas de afirmación afirmativa en materia de créditos o avales hipotecarios para minorías y abrir el debate sobre reparaciones para descendientes de esclavos de antes de 1863.
Del lado del gasto, lo más innovador se halla en la respetabilidad que ha adquirido el impuesto sobre riqueza o patrimonio, y el incremento significativo del impuesto sobre herencias. Varios candidatos han propuesto reformas fiscales tendientes a establecer un impuesto sobre el capital de 2%, por ejemplo, a partir de 50 millones de dólares, o de 1% desde 32 millones. Y de 8% a partir de 10.000 millones. Varios aspirantes sugieren no solo regresar a las tasas anteriores de impuesto sobre las herencias, sino elevarlas. No es ninguna casualidad que los principales asesores fiscales de algunos de los demócratas en liza sean Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, colaboradores de Thomas Piketty, cuyo nuevo libro, The Triumph of Injustice, seguramente causará furor en Estados Unidos.
Nada garantiza que un promotor del nuevo Estado asistencial norteamericano obtenga la candidatura. Tampoco que gane la presidencia o que logre poner en práctica su programa. Todo indica que aun si un centrista como Biden abandera al Partido Demócrata, se verá obligado a hacerse acompañar como vicepresidente por un “socialdemócrata”, rodearse de un Gabinete análogo y emprender su campaña con una plataforma de esta naturaleza. Incluso si no triunfa, se tratará de una transformación profunda de la configuración política estadounidense, como no habíamos atestiguado desde los años 30. De todos los cambios en curso en el mundo de hoy, este tal vez resulte ser el más trascendente.