Ante la obvia incomodidad de López Obrador frente a movimientos sociales o demandas políticas que no controla o que no se ajustan a su agenda, muchos buscan descifrar el origen de su malestar. Sorprende la insensibilidad de un político conocido justamente… por su sensibilidad, por lo menos en relación a procesos sociales mexicanos, con todo y sus atavismos.
He propuesto una explicación, que desde luego no está reñida con otras: la molestia ante la distracción; la supuesta manipulación por la derecha; la no pertenencia a la lista de metas prioritarias. En efecto, movimientos sociales —de mujeres, indígenas, estudiantes, trabajadores de las maquiladoras, ambientalistas, centroamericanos, activistas de derechos humanos— que no cuadran con la estrategia de López Obrador pueden descarrilar sus proyectos, o en todo caso, retrasarlos. Si sumamos a estos una cierta tentación autoritaria de parte del presidente —aquí el que decide qué va y qué no va soy yo— se entiende parte de su reticencia ante lo que está sucediendo en estos días en el país.
Ilustración: Gonzalo Tassier
La otra posibilidad consiste en que todo esto provenga de las raíces político-ideológicas de López Obrador, y hasta qué punto su actitud se desprende de un viejo marxismo de antes de los años 70, o si se prefiere el término de Javier Tello, de la vieja izquierda internacional, tanto en Europa como en Estados Unidos, cercana a los partidos comunistas de entonces, pero también a muchos grupos maoístas, trotskistas y castristas. Hoy, algunos partidarios de Bernie Sanders retoman la misma problemática.
Las reivindicaciones sectoriales, para los marxistas de cepa o la vieja izquierda, eran secundarias, o de plano ilegítimas. Por una sencilla razón: se resolverían en automático cuando la contradicción principal (Mao) fuera superada. ¿Cuál era? En los países ricos, la de proletarios y burgueses. En los países pobres no colonizados, la agraria/rural/campesina. En las colonias o semicolonias, la liberación nacional. Las contradicciones secundarias —étnicas, religiosas, de género, generacionales, regionales o subnacionales— se enderezarían por sí solas cuando se consumara el asalta al cielo, al Palacio de Invierno o al Cuartel Moncada.
Lenin vio siempre con desconfianza las demandas secundarias, incluso nacionales, dentro del imperio zarista. El Partido Comunista francés desconfió del movimiento estudiantil y de los jóvenes de mayo de 1968. Fidel Castro nunca promovió una política de acción afirmativa a favor de la inclusión de afrodescendientes en las instancias dirigentes cubanas, a pesar de que la isla configuraba uno de los ejemplos más racistas de América Latina. La vieja izquierda norteamericana vio con resquemores los movimientos por los derechos civiles a partir de los años 50, porque líderes como Martin Luther King eran demasiado “gremiales” o reformistas. Y a López Obrador no le gustan las manifestaciones callejeras, mediáticas o de la sociedad civil de las mujeres, porque cuando se consume la 4T, todo eso se resolverá por su cuenta.
Algunos se preguntarán, ¿qué tienen que ver AMLO con Lenin, Fidel, el PCF o la vieja izquierda estadunidense? Mucho, por que al igual que todos nosotros, es hombre de su tiempo, de sus circunstancias, de la ideología dominante en su entorno, de la historia de la cual procede. Sólo unos beatos o ignorantes pueden creerse el cuento de la línea directa de Madero al Peje.