Desde que María Amparo Casar publicó su perspicaz y premonitorio ensayo en nexos sobre las nuevas clientelas de López Obrador y Morena (El gran benefactor, nexos, marzo 2019), construidas a través de los nuevos programas sociales del gobierno, se ha producido un importante debate en México sobre algo que todos sabemos: tanto AMLO como Morena son profundamente mexicanos.
En efecto, al igual que Casar, con toda razón, algunos temieron que gracias a esos programas sociales —Jóvenes construyendo futuro, Sembrando vida, adultos mayores, becas Benito Juárez, etc.— López Obrador y su partido sentarían el cauce de un caudal electoral imbatible en 2021 y 2024, otros respondían que las intenciones y las realizaciones podían padecer de un singular desfase. Como siempre en México, y desde luego no únicamente en el sexenio actual. Este es el país del pensamiento mágico, del infantilismo programático, del poder infinito de la palabra, y en este gobierno, del delirio de grandeza personal y nacional. Una prueba: “el pueblo de México es el pueblo con menos analfabetismo político en el mundo” (AMLO, mañanera, 14 de mayo). Afirmación sin duda basada en varios rankings internacionales y en el profundo conocimiento presidencial de los niveles de analfabetismo político en decenas de países en todos los continentes.
Gracias al trabajo de algunos grupos de la sociedad civil —el propio Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad—, a las restricciones presupuestales y al candor de los funcionarios de la 4T (no tanto de la labor investigativa de los medios impresos nacionales), sabemos ya que la puesta en práctica de los programas predilectos del régimen ha sido más que deficiente: mediocre. El de los “ninis” vio recortado su presupuesto para este año a la mitad; la secretaria de Bienestar reveló que los arbolitos no se han sembrado, o se marchitaron; las universidades patito no existen, y así sucesivamente. Resultó lo que debió haber sido evidente: la capacidad de realización de este gobierno es muy inferior a la de por sí limitadísima capacidad de todos los gobiernos mexicanos para transformar proyectos en hechos concretos.
Ilustración: Víctor Solís
Por lo tanto tampoco debe sorprendernos la confesión de la secretaria de Economía ayer, en relación con los microcréditos para pequeñas y microempresas, programa estelar de la respuesta de la 4T al derrumbe económico. Según Reforma, tanto SE como el IMSS solo habían recibido 316 000 solicitudes de créditos (de 25 000 pesos), de los dos millones de préstamos disponibles: más o menos la mitad en ambas dependencias. Al grado que la SE “modificó por tercera vez las reglas, para incluir a trabajadoras domésticas e independientes”. De nuevo, rige el pensamiento mágico: “hay un millón de microempresarios identificados como posibles beneficiarios basados en el Censo del Bienestar”. Pero claro, para que esos realmente existan, se enteren de la disponibilidad de los créditos, los deseen, y cumplan con el papeleo necesario, puede pasar una eternidad.
Si en Estados Unidos la entrega de cheques de desempleo suplementarios arrancó mal, lento y con errores, solo cabe imaginar lo que ha de ser este programa en México. Y desde luego, conviene tomar en cuenta que el monto de apoyos en México es 300 veces menor que en Estados Unidos, y 50 veces menor que en España, un país con poco más de la tercera parte de la población de México. Chile, con siete veces y medio menos habitantes, dedica ocho veces más dinero a estos apoyos que México.
Con la excepción de las pensiones para adultos mayores (y no del todo), para las cuales existía el padrón anterior de Calderón y de Peña, ninguno de los programas sociales del gobierno se ha cumplido a cabalidad. Muchos, en los hechos, se encuentran en vías de desaparición. Antes de la pandemia, esto no era tan grave: se trataba simplemente de un capricho no consumado. Ahora es distinto: es profundamente irresponsable.