Ayer tuvo lugar el último debate de la campaña presidencial en Chile. Durante los primeros quince minutos, el tema principal fue la posición de los distintos candidatos sobre las recientes elecciones en Nicaragua. Los candidatos de derecha, de centro y de izquierda ya habían desconocido los resultados de la elección; sólo dos candidatos marginales —Marco Enríquez Ominami y Eduardo Artes— se solidarizaron con la dictadura de Daniel Ortega o prefirieron no opinar sobre los comicios. Pero el candidato de extrema derecha —José Antonio Kast, puntero en las encuestas hasta ayer— atacó con dureza al de izquierda —Gabriel Boric— por su ambigüedad frente a Nicaragua. Boric, apoyado entre otros por el Partido Comunista, había denunciado el carácter fraudulento de las elecciones nicaragüenses, así como la detención de casi todos los candidatos de oposición, pero el PC felicitó a Ortega por su victoria. Boric se deslindó de los comunistas y finalmente estos se alinearon con su candidato, pero el daño ya estaba hecho.
Ilustración: Patricio
¿A qué se debe que los chilenos se ocupen de Nicaragua? ¿Qué les importa lo que sucede en un pequeño país atribulado por décadas de dictaduras y pobreza, a miles de kilómetros de distancia? La respuesta es sencilla: el tema de la democracia es importante en Chile, la clase política tiene cierto nivel y las posturas de sus integrantes frente a los temas reales del mundo son considerados indicios importantes de cómo gobernarán si fueran electos. Preocupa a todos la posición de la vieja guardia del Partido Comunista (menos aquella de sus dirigentes más jóvenes, como Camila Vallejo), partidaria incondicional de las dictaduras nicaragüense, cubana y venezolana. Nicaragua sí importa en Chile.
Huelga decir que no es el caso en México. El debate chileno sobre estos temas no existe ni en el seno de la izquierda ni dentro de la clase política, mucho menos en la sociedad mexicana. Sencillamente no es posible. Es cierto que algunas voces de la comentocracia se han pronunciado sobre el silencio de Andrés López Obrador o Marcelo Ebrard a propósito de las elecciones en Nicaragua, o de la aberrante justificación que México ofreció el viernes pasado de su ignominiosa abstención ante una resolución al respecto en la Organización de los Estados Americanos (OEA). Pero estas voces no son muchas ni son tomadas en cuenta por los partidos políticos, el gobierno, la sociedad civil organizada, el empresariado o los medios de comunicación.
El resultado es que la izquierda mexicana no se ve obligada a transformarse y que las embestidas de López Obrador contra la democracia en México no enfrenten mayor resistencia. Todos defienden al Instituto Nacional Electoral (INE), pero pocos se ponen a pensar porque Morena lo ataca, ni de dónde provienen las pulsiones antidemocráticas de López Obrador. Se compartimentan las posiciones externas e internas: no importa la absurda postura del gobierno frente a las dictaduras, pero sí hay que salvar al INE. Pero no se entiende que lo primero va atado a lo segundo. Aquí no es objeto de burlas o escándalo el afirmar que, en los hechos, veinticinco países del hemisferio occidental —incluyendo a los amiguitos argentinos de AMLO— desprecian el supuesto principio de no-intervención al condenar a la dictadura de Ortega. Las aberraciones de la representante de México ante la OEA se vuelven simples excentricidades sin trascendencia, al igual que la invitación al presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, o la nueva obsesión de López Obrador con el embargo norteamericano a Cuba, que existe desde 1961.
Cada país tiene la clase política que merece. Junto con Brasil, México tuvo, desde los años cuarenta hasta 2018, una administración pública de calidad muy superior a la del resto de América Latina. A cambio, México padeció la existencia de una clase política indigente, corrupta, provinciana e ignorante. La 4T nos hizo perder la primera y potenció a la segunda.