Comenzó ya la batalla por el alma de Gabriel Boric, el nuevo presidente de izquierda chileno: joven, irreverente, victorioso y pragmático. Unos se congratularán de entrada que en su discurso de triunfo no mencionó a Salvador Allende; otros establecerán de inmediato un hilo conductor entre el Chicho y el exlíder estudiantil. Los dirigentes del Foro de São Paulo y del Grupo Puebla reclaman la victoria como propia, y hay fiesta en La Habana, Caracas y Managua; pero Ricardo Lagos también se siente reivindicado y el propio Boric se reconoce como socialdemócrata.
Ilustración: Patricio Betteo
Hay una doble esperanza entre la gente sensata a propósito de lo que sucedió en Chile el domingo. La primera es que, como se lo espetó una vez Andrés Manuel López Obrador a Felipe González — quien me lo contó a mi — Boric resulte ser una “reformista de mierda”. Es decir: no un revolucionario como AMLO, el Che, etc. Hará las reformas que Chile necesita: aumentar la carga impositiva en unos cinco puntos del PIB en cuatro años —ya lo quisiéramos en México para un día de fiesta—; crear un sistema de salud universal, corregir el sistema de pensiones de las Administradoras de Fondos de Pensiones de Chile (AFP) que hoy le entregan a los jubilados menos del 30% de su último ingreso; aumentar el salario mínimo —el doble del de México— y reducir la semana laboral. Y que lo haga con prudencia y gradualismo, recordando que el ultraderechista José Antonio Kast obtuvo el mismo 45% del voto que el Sí en el plebiscito de 1988. Todo esto en democracia y con un claro deslinde frente a las tres dictaduras del Caribe.
La segunda esperanza es que, junto con la Convención constituyente, la izquierda de Boric introduzca temas y políticas públicas de la llamada nueva agenda (que ha existido en los países ricos desde los años ochenta): género, cambio climático, pueblos originarios, temas LGBT, crazas y etnias, aborto, matrimonios gay, etc. Y, de nuevo, que lo haga con prudencia y gradualismo, recordando que Kast obtuvo el mismo 45% del voto que el Sí en el plebiscito de 1988.
La primera esperanza es fundamental. El modelo chileno, que redujo el coeficiente Gini de la desigualdad de 0.55 en el año 2000 a 0.47 en el 2015, sí requiere de rectificaciones innegables. Menos que el mexicano, pero más que el uruguayo. La gente protestó en el 2019 porque, habiendo logrado tanto, pensaba con toda razón que merecía más. Votó por Boric porque piensa que le va a dar más. Pero la segunda esperanza es fundamental también: sin esa agenda, los jóvenes y las mujeres, que votaron muy mayoritariamente por Boric, se sentirán defraudadas, con toda la razón.
Cada quien lee en la victoria de Boric lo que desea leer. Por mi parte, espero que el joven, al igual que la Concertación que gobernó en Chile de 1990 hasta 2018 (con el interinato de Piñera entre 2010 y 2014), aprendió ya la lección de Allende. No se puede hacer una revolución por las buenas: o se hace por las malas, o no se hace. Pero que también aprenda la otra lección de la Concertación: hay que ir siempre sólo un paso adelante del pueblo, sobre todo si es en buena parte conservador, pero un paso de verdad. La derecha chilena es guerrera pero es maleable, hasta cierto punto. El margen de maniobra que permiten esa derecha y los mercados internacionales es exiguo, pero real. Se puede aprovechar más de lo que se ha aprovechado.