El sainete bananero con España es importante en sí mismo, pero no debe borrar o diluir el verdadero problema de López Obrador, y la razón profunda de su pataleta: el Houstongate que está devorando su presidencia. Sí vale la pena reflexionar sobre las barbaridades que ha dicho a propósito de las relaciones con España, pero sin olvidar ni un momento la agudización del escándalo de la Casa gris de su hijo y su nuera en Estados Unidos. Cada día que pasa sin que Palacio o Conroe presenten los documentos exculpatorios o explicativos de la residencia “alquilada”, crecen las sospechas de que hay gato encerrado.
Lo más extraño de la “pausa” (inexistente, desde luego, en la jerga diplomática) consiste en la acusación dirigida a cuatro jefes de Gobierno españoles, que coincidieron con “los tres sexenios mexicanos” que, según López Obrador, incurrieron en “un contubernio arriba, una promiscuidad económica, política, en la cúpula de los gobiernos de México y de España, pero como tres sexenio seguidos y México llevaba la peor parte, lo saqueaban”. Se trata de los siguientes ocupantes de la Moncloa: José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez —dos del PSOE y dos del PP, dos de izquierda (incluso dentro del PSOE) y dos de derecha—. En otras palabras, todo el espectro político español conspiró contra el pueblo de México, contra la CFE y contra AMLO, para despojar al país de “su” electricidad, de sus carreteras, de sus ahorros (aunque no se mete, por ahora, con los bancos), de su petróleo. Los tres presidentes mexicanos fueron cómplices conscientes y corruptos, pero los españoles no cantaron mal las rancheras.
Lo extraño es que nadie más se dio cuenta: ni los demás gobiernos de países donde Repsol, Iberdrola y OHL tienen inversiones, ni los anteriores presidentes mexicanos —Zedillo, Salinas, de la Madrid— que coincidieron con Felipe González y el inicio de la globalización de las empresas y los bancos españoles. Sólo López Obrador lo supo, pero desde luego no tiene los pantalones para perseguir jurídicamente a ningún expresidente de México o ex directivo de las empresas españolas. Carlos Puig tiene razón en decir que AMLO sigue ardido por la postura de Rodríguez Zapatero en la elección de 2006, cuando felicitó a Calderón, pero dicho resentimiento no explica todo.
Lo que sí lo explica es la necesidad de distraer del Houstongate. La evidente obsesión del gobierno por defenderse de la acusación y de la apariencia de conflicto de interés va emparejada con la incapacidad o la falta de voluntad de presentar los papeles que justificarían todo.
Se trata del contrato de arrendamiento, con fechas y montos; los recibos de pago expedidos por el arrendador; los cheques o los comprobantes de transferencias bancarias expedidas por el o la arrendataria; y la declaración fiscal conjunta o individual de Carolyn Adams o José Ramón López Beltrán para ese año. Al no hacer públicos estos documentos, que desmentirían todas las denuncias, va haciendo su camino la pregunta de ¿por qué no? La respuesta es porque no existen o porque su divulgación resultaría peor. De allí otras dos preguntas, más peligrosas para López Obrador.
¿Qué supo el presidente? Y, ¿cuándo lo supo? Las famosas interrogantes del juicio de Watergate contra Nixon en 1973-74 empiezan a cobrar relevancia con López Obrador. ¿A tal grado está distanciado de su hijo en Houston que no se enteró de la casa donde vivía, ni de cuánta renta pagaba, si tenía alberca y cinco recámaras? Su hijo menor, ¿nunca le platicó de la visita a su hermano? ¿López Obrador no sabía cuánto costaba la casa, de dónde venía el dinero para pagarla, y quién era el casero? De verdad, ¿él no se entera de esos asuntos de sus hijos?
Estamos en México, con los medios y la oposición que hay; no es Watergate. Pero a juzgar por la cada vez más errática conducta de López Obrador, que ya llevó a un rechazo “tajante” de sus “descalificaciones” por parte de España, el miedo no anda en burro. El cerco se estrecha.