En el concurso para escoger la mayor barbaridad cometida al arranque de este gobierno, abundan los candidatos. Desde luego figuran la cancelación del aeropuerto de Texcoco, la decisión de no investigar a ningún alto funcionario importante del sexenio saliente (Rosario Robles no cuenta: fue una venganza personal; Emilio Lozoya es un fiasco), designar un gabinete de grandes incompetentes, y desistir de realizar una reforma fiscal. Me quedo con esta última, sobre todo a la luz de las primeras acciones del nuevo gobierno de Gabriel Boric en Chile.
Es bien sabido que la más difícil de las decisiones de un gobierno transformador consiste en elevar los impuestos. Si hacemos a un lado los clásicos eufemismos mexicanos, no hay reforma fiscal que no eleve la carga fiscal a alguien: a los ricos, a las clases medias, a los consumidores, a la economía informal, a las grandes empresas. Por eso, la mayoría de los gobiernos que buscan realizar profundas reformas sociales procuran conseguir el financiamiento para las mismas desde el inicio de su administración, sabiendo que la ventana de una reforma fiscal es pequeña y efímera.
A Fox se le reprochó —no sé si con razón— de haber esperado hasta abril del primer año de gobierno y después de la negociación con los zapatistas para presentar su proyecto de reforma fiscal: su famoso “copeteo” del IVA devuelto a las personas físicas de bajos ingresos, extendiendo el IVA a alimentos y medicinas, con la excepción de una canasta básica.
Gobiernos como el de Biden, Mitterand, Alwyn y Uribe intentaron elevar los impuestos —con mayor o menor éxito— durante sus primeros meses en el poder. La razón es obvia. No hay reforma más impopular y costosa en materia de capital político que la fiscal; y no suele haber momento de mayor popularidad y capital políticos de un presidente que al comenzar su mandato.
Boric entiende esto, entre otras razones porque por sus primeras intervenciones como presidente se nota que conversa frecuentemente con su predecesor Ricardo Lagos —por ejemplo en lo tocante a la necesidad de “desideologizar” las relaciones exteriores de América Latina para que pueda hablar con una sola voz y de modo duradero. El primer compromiso de campaña a cuyo cumplimiento se abocará reside en elevar la carga fiscal chilena en cinco puntos del PIB a lo largo de su cuatrienio, con una justificación sencilla.
No hay manera de atender las demandas o reclamos sociales del llamado estallido de octubre de 2019 sin aumentar el gasto público. Y es imposible alcanzar esta última meta sin incrementar el porcentaje del PIB que recauda Chile (20 % por ahora) en una proporción significativa, a menos de que se crea en las tonterías del tesoro de Moctezuma radicado en el combate a la corrupción.
Boric cumplirá o no su promesa. Pero por lo menos parece dispuesto a intentarlo. López Obrador ni siquiera lo contempló. Al renunciar a una reforma fiscal durante la primera mitad de su sexenio, y al esperar una hipotética —y fallida— victoria en las legislativas de medio período, se resignó en los hechos a no realizar ninguna reforma social importante y duradera.
Disponía de un mandato electoral similar al de Boric, y mayorías parlamentarias con las que el chileno sólo puede soñar. Sólo le faltaron valor, inteligencia y sabiduría. Al mantener la presión fiscal en México al mismo nivel que antes (con pequeñas variaciones debido a los esfuerzos de “una sola vez” del SAT), condenó a la imposibilidad cualquier incremento trascendente del gasto social (el más bajo de la OCDE en relación al PIB). Sólo pudo —y podrá— reacomodar el gasto: recortar educación, salud y vivienda para elevar —apenas— las entregas directas a adultos mayores, campesinos del sureste, estudiantes preparatorianos, ninis, discapacitados y población indígena. Insisto: aumentar apenas todo eso, recortando lo demás.
Obviamente ya no hubo reforma fiscal durante este sexenio. No hay gobierno de izquierda en el mundo que se precie de serlo que no lo intente. Sólo López Obrador. He aquí el peor pecado de la 4T: ni siquiera habérselo propuesto, a diferencia de Boric. ¡Lástima de mandato! Pero a cada quien su izquierda. La nuestra es vieja, aldeana e ignorante; la chilena, joven, audaz y globalizada. ¡Qué envidia!