La administración de Joe Biden enfrenta un buen número de retos en política exterior, al cumplir pronto 18 meses en la Casa Blanca. El principal reside, por supuesto, en la invasión rusa a Ucrania: el presidente de Estados Unidos no solo debe responder a la agresión de Moscú, sino también mantener unida la coalición que la rechaza, asegurar una cierta indiferencia china, y continuar con sus esfuerzos en la ONU y otros foros multilaterales. Por eso, América Latina, y México en particular, no suscitan el interés que uno esperaría en estos momentos, en la víspera de la Cumbre de las Américas, y con una gran multiplicidad de frentes abiertos con México.
No obstante, con este último país, Biden se ha visto obligado a atender graves desafíos, sobre todo relacionados con el fenómeno migratorio, que se convirtió desde el arranque de su gobierno en una auténtica pesadilla en materia de política interna. El aumento vertiginoso en el número de detenciones de inmigrantes en la frontera con México durante los últimos meses, así como la utilización de estos datos por los republicanos para atacar al Partido Demócrata, son factores que han contribuido a la caída de Biden en las encuestas de popularidad y aprobación.
De la misma manera, las políticas energéticas del presidente de México, junto con varias de sus decisiones en torno a la protección de inversiones, han colocado a la administración Biden en una posición delicada. Por un lado, Andrés Manuel López Obrador insiste en que el T-MEC excluyó la energía de su alcance, y que, en general, las inversiones extranjeras en México deben ceñirse a la legislación interna. Por el otro, numerosos empresarios y varias agencias del Gobierno de EE.UU. (y también de la Unión Europea) plantean que un tratado de libre comercio constituye una cesión voluntaria de cierta soberanía, y que incluye todos los rubros, entre otros la energía. Exigen que Washington obligue a México a respetar el tratado, y quieren acudir a sus correspondientes mecanismos de arbitraje y solución de controversias.
Asimismo, el equipo de Biden resiente las actitudes de López Obrador en política exterior. Aunque México ha condenado la invasión rusa de Ucrania en el Consejo de Seguridad en la ONU, se niega a imponer sanciones y el mandatario mexicano exalta su “neutralidad” cada vez que puede. No ha adoptado la postura que Washington hubiera esperado de un vecino y aliado. En cuanto a la política exterior hacia Cuba, no solo López Obrador realizó una breve visita a La Habana apenas el 8 de mayo (como todos sus predecesores desde los años 70) sino que insiste en que Biden debe invitar a Miguel Díaz-Canel a la Cumbre de las Américas, y AMLO se había resistido a recibir deportados cubanos de Estados Unidos. Según fuentes del diario The Washington Post, habría un acuerdo para recibirlos. El Gobierno de México aún no se pronuncia sobre el reporte.
Esto representa un tema espinoso para ambos países. En meses recientes, el flujo de cubanos que abandona la isla ha crecido dramáticamente, y las autoridades de EE.UU. creen que podrían superar las cifras de la crisis de los balseros de 1994 y acercarse a las del éxodo del Mariel, en 1980.
La gran mayoría vuela a Nicaragua –país que no les exige visa– y de allí continúan por tierra a México y a la frontera con Estados Unidos. Aunque la anterior política de “pies mojados, pies secos” fue eliminada por el entonces presidente Barack Obama, cualquier cubano que pisa suelo estadounidense, solicita asilo y obtiene una audiencia, cuenta con buenas posibilidades de permanecer en ese país. Por eso Biden le ha pedido a México que no les permita el paso por su territorio, y en caso de cruzar al norte, poder devolverlos a México. Hasta ahora, el gobierno de López Obrador se había mostrado renuente a recibirlos, probablemente porque salen de Cuba con el pleno acuerdo -o indiferencia- del régimen isleño. Aceptar que Estados Unidos los envía a México obligaría a López Obrador a devolverlos a Cuba, cosa que La Habana no quiere, o a que permanezcan en México, cosa que tampoco le conviene demasiado a México.
Como se ve, la agenda de Washington con México no es sencilla, y ni siquiera hemos mencionado el tema perenne del narcotráfico. Ahora se centra en el tráfico y consumo de fentanilo, que ha causado un enorme número de muertes por sobredosis en Estados Unidos. El enfoque de López Obrador de “abrazos, no balazos”, que no carece de justificación, resulta escasamente compartido por Estados Unidos, y en particular por la DEA. No carece de justificación, en mi opinión, porque siempre he pensado que la guerra es absurda, pero la política no ha servido para disminuir la violencia.
Este quid pro quo ha perdurado, pero comienza a desgastarse. Por una parte, la eficacia de la cooperación mexicana contra la migración irregular ha menguado. Las cifras de detenciones en Estados Unidos crecen mes a mes, y ante la posibilidad de que deje de aplicarse el llamado Título 42, que permite la deportación sin audiencia invocando consideraciones de salud pública, es probable que aumenten más todavía.
Le cuesta cada día más trabajo a López Obrador cumplirle a Biden. Por otra parte, se incrementan las presiones y los reclamos al ejecutivo estadounidense procedentes del Congreso, del empresariado y del activismo de la sociedad civil en torno a múltiples temas mexicanos (migratorios, ambientales, jurídicos, electorales, de política exterior). Le cuesta cada día más trabajo a Biden cumplirle a López Obrador.
La gran pregunta pendiente es si la conducción específica de esta compleja agenda, para la cual no hay desahogos fáciles, resultará beneficiosa para ambos países. Uno puede preguntarse si Washington no cedió simplemente ante las presiones cortoplacistas de política interna, sin contemplar las consecuencias para Estados Unidos de un México que no crece, donde la violencia no cesa, y cuya incipiente democracia retrocede. Y si México no padecerá en el mediano plazo las implicaciones de constantes e irritantes disputas con su vecino del norte, y retrocesos continuos de su integración a América del Norte, el único camino hacia una prosperidad siempre pospuesta.