Que la democracia en América Latina se encuentra amenazada parece ser una leyenda urbana hoy en día. En tiempos recientes, largos artículos en The New York Times ha informado sobre ello; dos distinguidos académicos han analizado la tendencia en un ensayo recién publicado en The Journal of Democracy. Los motivos de la preocupación son bien conocidos, y los ejemplos también, pero parece imperar una cierta confusión o simplificación al respecto. Conviene revisar rápidamente los ejemplos y las raíces de los mismos.
Brasil, Perú y El Salvador constituyen los casos más icónicos y peligrosos. Son bien conocidos. El 8 de enero, una turba de varios miles ingresó por la fuerza al Congreso, la Suprema Corte y las oficinas de la Presidencia en Brasilia, protestando contra un supuesto fraude electoral contra el expresidente Jair Bolsonaro, sin que exista la menor prueba correspondiente. Causaron destrozos, lograron que se difundieran imágenes aterradoras en el mundo entero y obligaron al mandatario entrante, Luiz Inácio Lula Da Silva, a recurrir a detenciones, juicios, investigaciones y actos simbólicos de unidad para defender una democracia robusta, pero claramente en peligro. No tanto por los manifestantes, sino debido a la enorme cantidad de brasileños que, en efecto, creen la gran mentira de Bolsonaro sobre los resultados electorales, y deseaban detonar un golpe de Estado. El acontecimiento rebasa la simple polarización, que puede existir en otros países o incluso en Brasil en otros momentos. Abarca una incredulidad y falta de legitimidad de las instituciones a ojos de buena parte de la población a juzgar por el resultado electoral y como indican encuestas como la de Gallup.
El ejemplo peruano es diferente. La disputa allí no es tanto sobre resultados electorales, sino en relación al conjunto de instituciones del país. Ciertamente, los comicios de 2021, donde salió electo en segunda vuelta Pedro Castillo por una pequeña diferencia, fueron cuestionados por sus adversarios. Y el Congreso peruano, poderoso debido al sistema híbrido que existe en ese país, se dedicó durante un año y medio a dificultarle la vida a Castillo, intentando destituirlo en varias ocasiones, acusándolo de corrupción e incompetencia (cargos creíbles para algunos).
Pero no se hallaba el país ante un sencillo conflicto de poderes. Detrás del enfrentamiento, había —y hay hoy más que nunca— una grieta de clase, regional y étnica. A pesar del mejor desempeño económico de América Latina desde el año 2000, subsiste un reclamo ancestral de una mayoría de peruanos por una exclusión multifacética. Las protestas que tras la discusión de Castillo comenzaron en el sur del país y se han extendido hasta Lima, fueron reprimidas violentamente —con más de 50 muertos— y en algunos momentos parecen adquirir un carácter casi insurreccional. Los manifestantes exigen la renuncia de la presidenta, que sustituyó constitucionalmente a Castillo, elecciones inmediatas en lugar de 2026 —como anunció Boluarte— y una Asamblea Constituyente. Consideran, también con algo de razón, que el andamiaje institucional peruano es disfuncional —seis presidentes en cinco años, una parálisis legislativa y de políticas públicas— y establecen una correlación falsa, pero comprensible.
A diferencia de Brasil, donde la evolución económica ha sido más deficiente, sin que la gente culpe a la democracia representativa de los graves rezagos sociales, en Perú la gente esperaba prosperidad gracias a la democracia, o por lo menos una profunda redistribución. El sentimiento ha surgido también en otros países: decenas de millones de latinoamericanos le piden a su democracia —nueva o vieja— bienestar, salud, educación, vivienda, precios estables y mejores empleos. Estrictamente hablando, la democracia no es para eso. Sirve para defenestrar legalmente a los gobiernos que no entregan buenos resultados y, en su caso, y después de muchos años, para distribuir de manera más justa el crecimiento económico, cuando lo hay. Pero eso sucedió en las viejas democracias al cabo de infinitas luchas, reformas, guerras, elecciones y crisis: no se hizo en un día. Los peruanos pueden sentirse plenamente justificados en exigirle más a su democracia, pero esta se va a tardar en responder.
En El Salvador, su democracia les ha quedado mucho a deber a los ciudadanos de la nación centroamericana. Al término de decenios de autoritarismo, violencia, pobreza y exilio o emigración, los acuerdos de paz de 1992 abrieron paso a un sistema bipartidista de democracia representativa que hubiera podido cambiar las entrañas del país. Las partes de la guerra —el FMLN y las élites salvadoreñas, con Ejército, empresarios y partidos políticos— dieron una gran lección de sensatez, de habilidad y de nobleza. Pero todo lo que siguió fue al revés. Los casi 30 años subsiguientes, donde el partido de la guerrilla y Arena, el de las élites, se repartieron en pastel. La corrupción llegó a extremos; la economía creció solo gracias a las remesas, y la violencia de las pandillas o maras sucedió a la de la guerra. En 2019 arriba al poder un clásico líder populista, anteriormente parte del FMLN, y ante una población harta de todas estas taras, emprende un camino autoritario supuestamente borrado en El Salvador.
Nayib Bukele instala la mano dura en las cárceles, en los barrios, en el Congreso, en la Suprema Corte con jueces leales a él, en todas las instituciones del país. Consigue resultados contra la violencia y la pandemia; la gente lo aplaude de acuerdo con las encuestas de popularidad presidencial, y casi nadie defiende ni los acuerdos de paz, ni la precaria democracia representativa a la que dieron lugar. Es, según él, el dictador más “cool” del mundo, uno de los mandatarios más populares del mundo, y se apresta a ser reelegido —hasta ahora ilegal— por un amplio margen. La sociedad casi entera parece aprobar la regresión autoritaria, creyendo que así se resolverán sus problemas. De allí surgen los números de Latinobarómetro de 2021, con datos de 2020, según los cuales el apoyo a la democracia como el mejor sistema de gobierno ha caído de manera vertiginosa en los últimos años en América Latina.
Por el momento, los instrumentos regionales de defensa colectiva de la democracia no han podido responder cabalmente a estas amenazas. Los partidos, movimientos y dirigentes que contribuyeron a la instalación de regímenes democráticos en toda la región —salvo las dictaduras en Cuba, Nicaragua y Venezuela— tampoco han logrado convencer a sus seguidores que, a pesar de todas sus deficiencias, las instituciones construidas durante ya varias décadas son preferibles a cualquier alternativa, aunque no entreguen el bienestar deseado y merecido. Se ciernen nuevos peligros en Argentina —debido al creciente conflicto entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial— y en México, en vista de la embestida del presidente Andrés Manuel López Obrador contra la autoridad electoral y varios entes autónomos. América Latina no es Europa, donde tentaciones autoritarias en varios países —y en algunos gobiernos, como Hungría— han sido rechazadas, hasta ahora, por electorados al final del día sensatos. Estamos sobre aviso.