Jorge G. Castañeda, Gaspard Estrada y Carlos Ominami
Obstinadamente un grupo de intelectuales y dirigentes políticos latinoamericanos venimos reuniéndonos desde 1996. Comenzamos a tientas sin tener un objetivo preciso. Nos animaba una intuición común: la disconformidad con los senderos conocidos y la necesidad de encontrar un nuevo camino para nuestra atribulada América Latina. Algunos de los primeros participantes y si se quiere cómplices como Marco Aurelio García o Dante Caputo ya no están entre nosotros. Nos han hecho falta. Del grupo inicial sobrevivimos algunos, la mayoría protagonistas o testigos de primera línea de un pedazo significativo de la contradictoria historia latinoamericana de las tres últimas décadas. Más allá de las incertezas que nos aquejan, disponemos a estas alturas, como grupo, de unas capacidades difíciles de encontrar: poder pensar el futuro teniendo conciencia de las múltiples restricciones que se oponen a los proyectos de cambios profundos. No necesitamos que nos las cuenten; las hemos vivido en carne propia. Que se sepa: no existe otro proyecto o grupo latinoamericano que pueda exhibir tanta continuidad en su empeño en un período por lo demás tan agitado y confuso.
Nuevas figuras se han incorporado al grupo en fases posteriores. Si se tratara de una serie de televisión podríamos decir que producimos en la actualidad la “tercera temporada”. La primera tuvo lugar durante la segunda mitad de los noventa del siglo pasado; la segunda entre 2012 y 2015, y la tercera actualmente en desarrollo a partir de 2020, en plena pandemia, que obligó a sustituir la presencialidad por varios encuentros virtuales. La riqueza y diversidad de las evoluciones en curso en nuestros países nos han dado la fuerza para persistir en el intento. El final no está todavía escrito y esperamos, a imagen de las series exitosas, que puedan a futuro venir nuevas temporadas.
Nuestras deliberaciones han tenido como sede distintas ciudades de la región. Algunas grandes capitales nacionales como Ciudad de México, San José de Costa Rica, Santiago de Chile, Buenos Aires, São Paulo y Montevideo; capitales regionales como Guadalajara, Cuernavaca, Porto Alegre, Cancún o localidades típicas como Marbella en Chile, Tepoztlán en México, Antigua en Guatemala o Cartagena de Indias en Colombia. Hemos ido allí donde hemos tenido un anfitrión interesado en nuestras reflexiones. Este es un principio básico de nuestro proyecto, así como el trabajo ad honorem de organizadores y participantes. Un proyecto de este tipo necesita de una gran dosis de buena voluntad y altruismo. La persistencia en el esfuerzo ha sido posible gracias a la confianza depositada en nosotros por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que superando las inercias burocráticas, ha valorado la importancia del diálogo franco y del encuentro sin concesiones entre la academia y la política con el único afán de elaborar propuestas conducentes. Valoramos el rigor intelectual, pero buscamos resueltamente canalizarlo hacia la acción. Por ello, hemos hecho una decidida opción por la incidencia en los latinoamericanos(as) llamados a tomar decisiones, buscando persuadirlos de la importancia de optar por un camino como el propuesto, ambicioso pero posible. Nuestro objetivo son las políticas públicas y no las revistas indexadas. Voluntariamente, tomamos la decisión de desarrollar nuestros trabajos al margen de los medios de comunicación como forma de facilitar un diálogo sincero, no siempre comprensible por las grandes audiencias.
A lo largo de este proceso hemos tenido como participantes, invitados especiales o anfitriones a un conjunto muy significativo de expresidentes cuyas gestiones corrieron distintas suertes y han sido objeto de balances dispares: Lula da Silva de Brasil, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet de Chile, Andrés Manuel López Obrador, Vicente Fox y Enrique Peña Nieto de México, José Mujica de Uruguay, Fernando de la Rúa de Argentina, Juan Manuel Santos de Colombia, Luis Abinader de República Dominicana. Asimismo, es larga la lista de participantes que han ocupado u ocupan todavía posiciones relevantes en gabinetes ministeriales, parlamentos, organismos internacionales o importantes universidades. En todo caso, todos ellos, podemos dar fe, han tratado de avanzar por caminos que, equivocados o no, estimaban los más adecuados.
Hemos promovido el diálogo intergeneracional y la identificación de nuevos liderazgos que con inteligencia y espíritu crítico puedan beneficiarse de las experiencias pasadas. Hay mucho que aprender de ellas. La renovación no debe confundirse con la soberbia de quienes las ignoran y se condenan por esa vía a estrellarse en contra de los mismos y viejos obstáculos. Es fundamental que los procesos en curso se nutran de savia nueva sin por ello olvidar que la juventud no es necesariamente una virtud sino más bien una condición, por lo demás pasajera.
Balance preliminar de un proyecto en desarrollo
Como resultado de nuestras primeras deliberaciones produjimos un texto que se publicó inicialmente en Buenos Aires bajo el título “Alternativa Latinoamericana”. Sometido a revisiones periódicas, constamos que resiste mejor de lo que cualquiera pudiera pensar el paso del tiempo. La invitación era ambiciosa: “Reencontrarnos con el paradigma perdido avanzando por un nuevo camino después del neoliberalismo”. Proponíamos “la democratización de la economía de mercado”, ir más allá de la simple “humanización del neoliberalismo”, superar “el rígido y trágico dualismo entre las vanguardia y retaguardias económicas” poniendo por delante una “estrategia nacional de desarrollo”. Lo divulgamos bajo la firma de los organizadores, pero incluyendo los nombres de quienes participaron en las reuniones. No todos se encontraban de acuerdo en todo lo que se afirmaba en el documento, pero ninguno lo objetó. Con el texto actual, recurrimos al mismo esquema. Aunque lo firmamos Jorge G. Castañeda, Gaspard Estrada y Carlos Ominami, es el resultado de discusiones en las que participaron Héctor Aguilar Camín, Maite Albagly, Roberto Álvarez, Jorge Álvarez Maynez, Alicia Bárcena, Sigrid Bazan, Guido Camu, Manuel Canelas, Jorge Castañeda Gutman, Jorge Andrés Castañeda Morales, Miguel Ceara, Salomón Chertorivski, Luis Donaldo Colosio Rojas, Manuela D’Ávila, Enrique de la Madrid, José Dirceu, Gaspard Estrada, Carlos Figueroa, Tarso Genro, José Miguel Insulza, Santiago Levy, Vidal Llerenas, Luis Felipe López Calva, Franklin Martins, Ricardo Martner, Juliano Medeiros, Verónika Mendoza, Ricardo Monreal, Constanza Moreira, Heraldo Muñoz, Cecilia Nicolini, Rolando Ocampo Alcantar, Carlos Ominami, Eduardo Porter, Mariana Prado, Macarena Ripamonti, Mara Robles, José Roa, Jesús Rodríguez, Lisa Sánchez, Felipe Sola, Jorge Taiana, Eduardo Vergara, José Miguel Vivanco, Mónica Xavier.
Como era de suponer, la misión está lejos de ser cumplida. No hay lugar a una evaluación autocomplaciente. La consolidación de la democracia en América del Sur luego del ciclo de las dictaduras militares, o de la alternancia política en el caso de México, no abrieron los nuevos horizontes radiantes que prometían. Lo intuíamos desde el inicio. Los primeros síntomas de una suerte de “frustración democrática” comenzaban a sentirse cuando iniciamos nuestro proyecto. Ingenuamente algunos suponían que, de manera casi automática, incluso religiosa, la democracia y la alternancia conducirían al encuentro del “paradigma perdido”. Pasaban por alto que el sistema de desigualdades es refractario al cambio, que se obstina en mantenerse y que su capacidad de reproducción es prácticamente infinita.
Con todo, el tiempo no ha transcurrido en vano. Podemos reivindicar que el avance político intelectual ha sido significativo. En la actualidad es posible describir con bastante precisión las características primordiales del “paradigma perdido”. Para ello las palabras claves son: democracia, inclusión, participación, derechos humanos, paridad de géneros y diversidad sexual (gracias, en buena medida, a la acción del movimiento feminista), derechos sociales, medio ambiente, independencia nacional. Hace veinte o treinta años, construir la lista de atributos no habría sido tan simple. De alguna forma, seguramente modesta, nuestros trabajos aportaron a ese nuevo consenso todavía en desarrollo. No aramos en el agua, no nos propusimos tampoco tomar el cielo por asalto, pero hicimos un aporte y sabemos que hay por delante una tarea extraordinariamente ardua, por definición siempre inconclusa.
Lo que muchos han denominado neoliberalismo ha perdido su condición de “pensamiento único”. Sin duda, factores exógenos como la crisis del covid y luego la irrupción de la guerra producida por la invasión rusa de Ucrania han generado un nuevo escenario internacional en el cual la opción neoliberal resulta crecientemente anacrónica. El cálculo económico propio del neoliberalismo ha perdido pertinencia. La geopolítica ha adquirido una nueva actualidad. Nociones como autonomía sanitaria, soberanía alimentaria o energética han vuelto a ser tema de debate. El neoliberalismo, ya mal herido por la crisis de los excesos de las finanzas que se desató en 2008, tiene hoy día poco o nada que aportar. Pero, aunque en retirada, no está todavía plenamente derrotado. Con razón Keynes decía que más difícil que “hacer avanzar las ideas nuevas era deshacerse de las ideas viejas”. En ese particular sentido podemos afirmar que hemos recorrido una parte de la travesía. El campo para empujar nuevas ideas está más abierto. Las viejas ideas han perdido atractivo y sólo convocan a fanáticos. El desafío es pasar de las convicciones transformadoras a la definición y puesta en práctica de políticas que las traduzcan en realizaciones tangibles.
Una precisión conceptual se impone. Neoliberalismo no es lo mismo que economía de mercado; menos aún puede asimilarse a una política económica respetuosa de la rigurosidad fiscal y de los equilibrios macroeconómicos como a menudo un pensamiento vulgar lo sostiene. El neoliberalismo representa, por el contrario, una variante extrema de la economía de mercado, que privilegia unilateralmente al factor capital como base del proceso productivo y somete el espacio de los bienes públicos a la lógica mercantil. El neoliberalismo borra la necesaria frontera entre economía y sociedad de mercado y busca por esta vía diluir los vínculos sociales haciendo del individuo el protagonista principal y prácticamente único del desarrollo.
Conscientes de los avatares experimentados por los procesos de cambio hemos insistido en la importancia decisiva de la construcción de amplias alianzas sociales y políticas que les otorguen un sustento duradero. En su ausencia, los procesos de transformación se desvanecen, se hacen inviables o derivan en formas autoritarias que pervierten la democracia, anulan las libertades y desconocen derechos elementales. Son varios los ejemplos al respecto.
Desde los inicios, la experiencia de Chile estuvo muy presente en nuestras deliberaciones. Por un lado, asumimos que la dramática caída del gobierno del presidente Allende constituyó una muestra inequívoca de la importancia de construir alianzas mayoritarias capaces de sustentar reformas estructurales profundas sin generar tensiones extremas que al desestabilizar el sistema político y desfondar la macroeconomía terminan en tragedias. En sentido inverso, la experiencia posterior de transición a la democracia fundamentada en el reencuentro histórico de fuerzas de centro y de izquierda que se habían confrontado duramente en el gobierno de la Unidad Popular, permitió que Chile viviera un largo período de estabilidad política, crecimiento económico, disminución de la pobreza y la desigualdad, y reinserción internacional. Diversos indicadores muestran que, objetivamente, este es el período más fecundo en la historia de ese país como nación independiente.
La necesidad de construir alianzas amplias, de superar la sucesión de gobiernos de minoría —radicales en sus propuestas, pero ineficaces en sus acciones—, permeó el debate y la práctica de las fuerzas progresistas en todo el continente. Nuestra insistencia en esa dirección tuvo eco en distintas latitudes. En México alentó la alternancia que rompió el monopolio histórico del poder por parte del Partido Revolucionario Institucional (PRI), sin que se concretaran las amenazas y malos augurios sobre algún tipo de ruptura institucional. La experiencia del Frente Amplio en Uruguay en el que confluyen diversas fuerzas políticas y sociales se inscribe también en esta línea de pensamiento. Aunque se trata de un país pequeño en territorio y población, su ejemplo es especialmente relevante por los éxitos alcanzados en materia de estabilidad política y cohesión social que lo ponen a la cabeza del ranking latinoamericano en profundidad democrática y calidad de vida. La propuesta de construir alianzas amplias tuvo también un eco importante en Argentina; sin embargo, al prescindir y por el contrario confrontarse con el peronismo, fuerza histórica de profunda raigambre en los sectores populares, los partidos que protagonizaron esta experiencia no consiguieron dotar a su gobierno del respaldo necesario, abriendo paso a una dramática crisis institucional.
En el período reciente, valida la postura a favor de alianzas amplias la confluencia de fuerzas progresistas que le permitió a Gabriel Boric alcanzar la victoria en la segunda vuelta de la elección presidencial de 2021. Lo mismo puede afirmarse de la experiencia del Pacto Histórico en Colombia que hizo posible el triunfo por primera vez de una fuerza de izquierda encabezada por Gustavo Petro. En el caso de Brasil es interesante constatar cómo superando la práctica tradicional ajena a los gobiernos de coalición, el presidente Lula consiguió su reelección a través de una alianza del Partido de los Trabajadores (PT) con fuerzas de centro con las que en su momento protagonizó incluso agudas confrontaciones.
La búsqueda de la inclusión social y la democratización del mercado a través de caminos alternativos al neoliberalismo fue el leitmotiv de los gobiernos progresistas que se sucedieron, especialmente en América del Sur, a partir de finales del siglo pasado. En su momento, la llamada “marea rosa “se extendió por casi la totalidad del subcontinente sudamericano: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Uruguay, Paraguay, Venezuela buscaron cada uno a su manera el paradigma perdido. Países como Honduras en América Central compartían de alguna forma el mismo impulso. A la hora del balance de este proceso, hay activos importantes a rescatar: dinamismo económico sustentado principalmente por el auge de los precios de las materias primas, ampliación de los espacios de participación popular, disminución de la pobreza, control de la inflación, incluso en algunos casos desendeudamiento externo. De igual modo, se produjeron grandes avances en materia de igualdad de género, expresados en aumento de la participación política de las mujeres, la aprobación de leyes de aborto y de una legislación de protección de las mujeres en contra de la violencia. En más de un sentido, fue una década dorada. Esos gobiernos tuvieron el gran mérito de ampliar el espacio de lo posible. Se demostró que se podía avanzar en inclusión social sin por eso sacrificar el crecimiento. La distribución de beneficios a los más vulnerables fue efectivamente posible gracias a los altos precios de los commodities exportados. En buena hora, esos recursos canalizados mediante programas paralelos de aseguramiento social, sobre todo de salud y pensiones, tuvieron ese destino y no fueron a parar a los mismos de siempre. Las acusaciones de “populismo” para desacreditar las políticas de redistribución e inclusión social practicadas por esos gobiernos deben tomarse con cuidado. En los hechos hicieron posible un mejor destino a millones de latinoamericanos que salieron de la pobreza, accedieron a cuidados de salud hasta ese entonces desconocidos, pudieron enviar a sus hijos a las universidades o incluso viajar en avión, lujo hasta ese momento solo permitido a los sectores más acomodados que todavía resienten la pérdida de ese privilegio.
Pero como reza el proverbio “no todo lo que brilla es oro”. Un examen ecuánime no puede ignorar el lado obscuro que en grados diversos muestra el balance de esos gobiernos. Sus pasivos son también pesados: la construcción de Estados de bienestar continuó trunca; persistió la segmentación entre formales e informales; no se introdujeron reformas institucionales destinadas a crear fuerzas políticas consistentes y superar la dependencia de líderes que terminan siendo prácticamente insustituibles; se reprodujo la especialización primario-exportadora profundizando incluso la dependencia de un número muy reducido de recursos naturales; hubo avances en la concertación política pero se retrocedió incluso en materia de integración comercial y productiva a nivel de la región. Y un punto especialmente negro: la condescendencia frente a la corrupción, naturalizada en los gobiernos conservadores, imperdonable para las fuerzas que abogan por el cambio.
La tercera temporada
En este cuadro muy sucintamente descrito nos propusimos abrir una tercera temporada tras el objetivo de avanzar hacia la “construcción de Estados de bienestar en las Américas”. Meta sin dudas ambiciosa pero no descabellada. Los avances de las últimas décadas la hacen difícil pero no imposible. La decadencia del neoliberalismo entreabrió la puerta para avanzar hacia nuevos destinos.
Los Estados de bienestar constituyen el producto más refinado de las luchas sociales contemporáneas. Su origen está en la vieja Europa y su gran impulsor fueron las fuerzas de inspiración socialdemócrata secundadas por el socialcristianismo. En el caso de América Latina, es mérito del peronismo haber introducido con fuerza la necesidad de avanzar en esa dirección.
Durante décadas, la socialdemocracia fue considerada por las fuerzas de izquierda latinoamericanas como una entelequia destinada a adormecer las luchas populares para favorecer la mantención del capitalismo. Hubo que pasar por debates que parecían interminables y besar el polvo de sonadas derrotas para dejar de lado el romanticismo de las revoluciones y asumir sin complejos la causa de las reformas. En este cuadro, resulta verosímil plantearse la posibilidad de construir Estados de bienestar siempre en consonancia con nuestras posibilidades materiales de desarrollo. Lo que antes aparecía como una desviación promovida por fuerzas que renegaban del cambio se fue transformando progresivamente en un destino deseable, en un objetivo mayor, incluso radical.
Después de muchas idas y venidas, avances y retrocesos, revoluciones traicionadas, promesas incumplidas y reformas cosméticas, la construcción de Estados de bienestar apareció como la única respuesta maciza y plausible. En primer lugar, respuesta a los anhelos de las mayorías que habían avanzado a mejores destinos, pero seguían todavía bajo la amenaza de la vulnerabilidad y el retorno a la pobreza. Respuesta también a clases medias que, satisfechas sus necesidades más elementales, aspiraban a acceder a bienes públicos de mayor calidad en cuanto a salud, vivienda, educación o transporte, a un bien público que por muchos años se dio por sentado, a saber, la seguridad y bregaban también por cuestiones de trato y reformas políticas. Pero los Estados de bienestar no son sólo una respuesta a las necesidades de los pobres del campo y la ciudad o de las nuevas capas medias. Interesan también al mundo empresarial que demanda estabilidad y certezas para planificar sus inversiones y sacar adelante sus negocios. Para ello deben asumir, lo que no siempre le resulta fácil, que esa estabilidad tiene un precio: un aumento de los impuestos para ampliar prestaciones y garantizar nuevos derechos sociales. Estallidos sociales de gran magnitud como los registrados en Argentina a inicios de los 2000, en Brasil la década pasada y más recientemente en Ecuador, Colombia o Chile muestran los costos sustancialmente mayores del conservadurismo y la imprevisión. Aunque no sea por altruismo sino más bien por interés, parte al menos de las élites latinoamericanas se ha ido abriendo a la necesidad de ampliar los sistemas de protección social. En este sentido, constatamos como un signo positivo de los nuevos tiempos el surgimiento de sectores empresariales con mayor apertura hacia las cuestiones sociales.
Esta nueva temporada de nuestro programa introdujo desde la partida una extensión del campo del debate mediante la incorporación de Estados Unidos, extendiendo así la reflexión al conjunto de Las Américas. A pesar de las enormes diferencias que separan a Estados Unidos de la región, un factor en común se fue perfilando: intentar recomponer la fractura social que aquí y allá habían profundizado el neoliberalismo y el capitalismo desregulado. La elección presidencial y el posible triunfo de los Demócratas permitían pasar de la discusión académica a la arena de la política y las realidades prácticas. Era sin duda una feliz coincidencia que Las Américas tuvieran como común derrotero avanzar por los senderos abiertos décadas anteriores por la socialdemocracia europea.
El camino ha sido sin embargo pedregoso. Primero una pandemia que parecía no tener fin y enseguida la guerra desatada por Rusia en contra de Ucrania han introducido cambios profundos que han obligado a alterar prioridades y a improvisar estrategias para combatir emergencias totalmente imprevistas. Es un hecho que la actual administración norteamericana ha tenido grandes dificultades para sacar adelante un programa social ambicioso. Han habido algunos avances como los asociados al “Inflation Reduction Act” pero son sin dudas insuficientes. Las razones son múltiples y desbordan los marcos de este texto. Consignemos en todo caso, que subsiste para esa Gran Nación, como gustan definirla los norteamericanos, el desafío de la inclusión y la cohesión social. Un “segundo New Deal” continúa allí como una asignatura pendiente.
Un shock sistémico
América Latina se encontraba mal parada al momento de la crisis. La mayoría de las economías habían perdido dinamismo exhibiendo tasas de crecimiento menos que mediocres, baja productividad e inversión, alta informalidad y desocupación —y para qué seguir. Lacras históricas como la pobreza y la indigencia volvían por las suyas. Instituciones fundamentales como los congresos nacionales o los partidos políticos eran vistas con creciente desconfianza, cuando no con desprecio, por parte de una ciudadanía que daba muestras de frustración frente a las expectativas generadas por el retorno a la democracia y las distintas formas de alternancia: a la mexicana desde la “República prianista”, a la sudamericana con los llamados “gobiernos progresistas”.
Por su parte, los gobiernos neoconservadores que llegaron posteriormente al poder, prometiendo un nuevo ciclo de prosperidad y estabilidad política, a poco andar daban muestras de fatiga e impotencia. Uno a uno fueron cayendo. En ese cuadro, interviene lo que el PNUD denomina un “shock sistémico”, producido por el efecto sorpresivo y combinado de una pandemia que persiste en mantenerse y una guerra que por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial tiene alcances mundiales.
Como es bien sabido, América Latina es de lejos la región con el mayor número de fallecidos, respecto a su población. Con sólo 8.6 % de la población mundial se contabilizan del orden del 30 % del total de muertos. No por casualidad son latinoamericanos seis de los siete países de renta media con mayor mortalidad en el mundo. A su vez, somos la región que experimentó en 2020 la recesión más severa, doblemente más pronunciada que el promedio mundial, empujando a la pobreza a cerca de 50 millones más de latinoamericanos. La pandemia tensiona gravemente los sistemas de salud a menudo sobrepasados, perturba los sistemas de educación, genera una enorme destrucción de capital humano, provoca alteraciones graves en los mercados laborales, deteriora la posición fiscal y acrecienta la desconfianza de la ciudadanía en los gobiernos y las instituciones.
En medio todavía de la crisis sanitaria se desata la invasión rusa de Ucrania que hace estragos disparando los precios de los alimentos y los combustibles, generando una penuria desconocida de productos como el trigo y de diversos tipos de fertilizantes. Agréguense a lo anterior las amenazas climáticas como sequías e inundaciones y los riesgos de desaparición que enfrentan los países-islas debido al alza en el nivel del mar. En síntesis: un verdadero shock sistémico que agrava las insuficiencias estructurales de la región cuya permanencia en el tiempo es por ahora imposible de determinar.
Por un enfoque global
Las crisis presentan oportunidades. No por repetida esta afirmación deja de ser cierta. El tema es cómo dejar atrás la arraigada tradición latinoamericana de desperdiciar una tras otra las oportunidades que se presentan. Esta vez, los costos de fallar son especialmente altos. Las amenazas son demasiado graves y las consecuencias ponen en cuestión la gobernabilidad democrática. La recurrencia de estallidos sociales en países como Argentina a principios de los 2000, luego en Brasil y más recientemente en Ecuador, Colombia y Chile, este último considerado como el experimento neoliberal más exitoso, han sorprendido por su radicalidad. En este cuadro, la amenaza de los populismos autoritarios está más que presente. Al mismo tiempo, el temor de las élites ante los estallidos sociales, habidos y por haber, puede convertirse en un acicate para convencerlas de aceptar cambios de políticas públicas orientados a la construcción de Estados de bienestar de calidad mundial.
Nuestras reflexiones han asumido que para enfrentar este estado de cosas no basta con medidas aisladas, que se requiere un enfoque global para superar este shock y sentar las bases de una recuperación sostenida. Una dimensión central de este nuevo enfoque es el tránsito desde la focalización neoliberal hacia un sistema de protección universal. Una premisa clásica —el papel insustituible del Estado— vuelve a estar en el centro de las preocupaciones.
Una enseñanza mayor de esta crisis es la gran revalorización de lo público y del Estado como actor central en el campo de la salud, la educación, la vivienda, la protección laboral, el cuidado de niños, niñas, adolescentes y adultos mayores. Se han creado así las condiciones intelectuales y también políticas para superar la noción neoliberal de un Estado puramente gestor de oportunidades para pasar a la idea de un Estado garantizador de derechos. Esta propuesta puede parecer radical, casi revolucionaria para algunos en el contexto latinoamericano. Se olvida, sin embargo, que históricamente el Estado de bienestar social es una creación de fuerzas conservadoras a la cabeza de las cuales figuró Otto von Bismark, canciller alemán, que durante la década de los ochenta del siglo XIX puso por primera vez en práctica un sistema de seguro social para proteger la salud de los trabajadores, ocuparse de los enfermos y pagar pensiones.
Los Estados de bienestar son una realidad ampliamente extendida en buena parte de Europa y encuentran su expresión más acabada en los países nórdicos. Podrán cambiar los partidos y coaliciones políticas en el poder pero la protección social no sufre alteraciones mayores porque forma parte del consenso nacional. América Latina está muy lejos de eso. De manera general, cuando existen, los sistemas de protección social son incompletos y precarios, lo que les impide ser parte del consenso nacional indiscutido como el que existe en torno al National Health Service (NHS) en Inglaterra, la Sécurité Sociale en Francia, o la Agencia Nacional de Seguridad (Försäkringskassan) en Suecia. Sólo grupos minoritarios de trabajadores pertenecientes a grandes empresas públicas y a veces también privadas pueden disfrutar de condiciones semejantes a sus equivalentes europeos. Uruguay es el único país que destaca por la extensión y profundidad de sus conquistas sociales. Pero, convengamos: es más bien la excepción sudamericana que confirma la regla. En la mayoría de los países, especialmente en los de América Central (salvo Costa Rica), predomina la desprotección social estrechamente asociada a una informalidad que supera a menudo la mitad de la población activa. Justamente por esta razón, se han desarrollado sistemas privados que atienden en condiciones aceptables la demanda de los sectores más acomodados mientras que los más ricos han optado derechamente por las mejores clínicas de los países desarrollados. Otro tanto ocurre con los sistemas de pensiones. Los sectores más acomodados aseguran su vejez mediante sistemas privados de seguro y los muy ricos no tienen necesidad siquiera de plantearse el problema. Todo esto explica la falta de interés de las élites latinoamericanas en materia de protección social universal.
La construcción de sistemas eficaces de protección social es una tarea compleja que requiere de una definición rigurosa de cuatro aspectos fundamentales: i) los componentes en torno a los cuales se construirá; ii) la extensión de su cobertura; iii) la secuencia del proceso, y iv) las estrategias que es preciso poner en práctica.
Hacia una protección social universal
Nuestros debates se han organizado en torno a una idea central bien sintetizada en el último Informe Regional de Desarrollo Humano del PNUD: “La necesidad de generar una nueva arquitectura de protección social basada en el principio de universalidad con respecto a la población relevante que incluya, a lo menos: la atención de salud, las pensiones de retiro, las protecciones contra los riesgos de invalidez, muerte y pérdida de empleo”.
Un sistema de protección social así concebido representa una contribución fundamental para reducir la desigualdad de ingreso y la pobreza, al mismo tiempo que crea condiciones más favorables para un crecimiento socialmente incluyente. En contraposición a algunas teorías neoliberales, sostenemos que sociedades con altos niveles de cohesión social constituyen entornos mucho más favorables para un crecimiento sostenido.
La protección social es parte fundamental de la política social pero no la agota. Esta última es más amplia e incluye las políticas para ampliar el capital humano de las familias en dimensiones como la educación y el desarrollo infantil temprano, así como las políticas para ampliar el acceso a satisfactores claves como el acceso a la vivienda o al agua potable. Es la diferencia entre lo que se han denominado las políticas redistributivas y las políticas predistributivas y que debe ser tomada en cuenta por cualquier política social.
Es por demás evidente que la política social interactúa con otras políticas públicas como la seguridad ciudadana, la política antimonopolios, la política fiscal y la impartición de justicia. El conjunto resultante de éste complejo entramado es lo que se suele llamar el “contrato social”. La seguridad es hoy en América Latina un bien público predistributivo especialmente anhelado por la sociedad en la mayoría de los países, incluso en aquellos que tradicionalmente gozaban de bajos niveles de delincuencia. Difícilmente se podrá construir un Estado de bienestar sin garantizar niveles mínimos de seguridad para la ciudadanía, sobre todo recordando que la violencia y la inseguridad afectan principalmente a los sectores de menores recursos.
Un nuevo sistema de protección social debe cumplir simultáneamente con cuatro condiciones: eficacia, equidad, sustentabilidad fiscal y favorecer el crecimiento. La ausencia de cualquiera de ellas pone en cuestión la viabilidad del sistema.
Un avance mayor en la dirección de la universalidad pasa por la autonomización de la protección social respecto del empleo. Constituyó en su época un enorme progreso la propuesta de Bismark de asegurar cobertura social a los trabajadores formales. En múltiples países de la región estos ni siquiera constituyen la mayoría; en muchos el empleo informal es mayoritario. Coexisten en ellos realidades muy diversas, aunque de manera general nos encontramos con una minoría de trabajadores cubiertos por el régimen bismarckiano y una mayoría que está fuera y que no está cubierta por la seguridad social contributiva. La universalidad que postulamos consiste en asegurar un piso mínimo de protección social independientemente de la inserción en el mercado de trabajo.
En el caso de América Latina no hay que confundir informalidad con ilegalidad ni tampoco informalidad con pobreza. Se puede ser informal sin transgredir las reglas que obligan a cotizar en la seguridad social como ocurre, por ejemplo, en México, Honduras o en República Dominicana, pero no así en Argentina. Por otra parte, las fronteras entre la formalidad y la informalidad son porosas. A lo largo de su vida activa un trabajador(a) latinoamericano(a) puede alternar períodos de trabajo formal e informal. Puede además ser pobre teniendo un trabajo formal y no pobre desde la informalidad. O dicho más directamente: hay quienes ganan más siendo informales y no tienen por tanto un incentivo para encontrar una ocupación formal. Asimismo, al igual que en el mundo desarrollado, la mayor parte de los ricos son empresarios, pero con una gran diferencia, en su gran mayoría los empresarios latinoamericanos no son ricos.
Un argumento decisivo en favor de la universalidad resulta de la constatación empíricamente verificable que formalidad e informalidad son características transitorias y que alrededor de la mitad de los trabajadores latinoamericanos son informales. Una debilidad mayor de los precarios sistemas de protección social latinoamericanos resulta del hecho que una misma persona con el mismo nivel de educación, las mismas competencias laborales y la misma disposición al trabajo es objeto de una protección social asimétrica. En algunos casos las personas acceden a las protecciones bismarckianas como servicios de salud, guardería infantil, salario mínimo y protección contra el despido pero en otras quedan literalmente a la intemperie.
La división entre formalidad e informalidad en materia de protección social es especialmente cruel en el caso de las mujeres. Una mujer que se embaraza estando adscrita al sistema formal podrá dar a luz con cuidados razonables y recibir un subsidio de maternidad. Por el contrario, una mujer en la informalidad no tiene la garantía de un parto en condiciones dignas y no accederá a ningún tipo de subsidio de maternidad.
De la misma manera la alternancia entre períodos de formalidad e informalidad hace estragos en materia de pensiones. Si siguiendo lo que podría ser una especie de regla general, un trabajador pasa la mitad de su vida laboral en una ocupación formal y la otra en la informalidad, es evidente que no alcanzará a financiar una pensión decente. Los tránsitos entre formalidad e informalidad hacen tremendamente inequitativos los sistemas de pensión y también los sistemas de salud puesto que, en muchos países, el acceso a este último está asociado al otorgamiento de una pensión. Hay aquí un círculo vicioso que representa una de las caras más feas de la pobreza y la desigualdad latinoamericana: la proliferación de viejos(as) pobres. Para asegurar pensiones dignas es indispensable que la gente cotice entre el 80 o el 90 % del tiempo que trabaja, esto es más del doble del 40 % que en promedio se registra en la actualidad.
Mientras eso no ocurra, el aseguramiento de un piso básico de protección social universal representa un avance trascendental en un continente donde las coberturas son erráticas y en donde a diferencia de lo que ocurre en los países desarrollados los sistemas de protección social no operan como instrumentos redistributivos.
Urge introducir cambios mayores en nuestros sistemas de seguridad social de acuerdo a un principio básico: toda la población expuesta a un mismo riesgo debe estar cubierta por el mismo programa. Esta es la base de la cohesión social. Como se afirmó con fuerza en nuestra discusión : “El trato parejo a las personas durante toda su vida es el principio central de la universalidad, es un principio de inclusión, es un principio de ciudadanía”.
En este sentido es clave una pensión ciudadana universal, que se entregue independientemente de las trayectorias laborales que en el caso de América Latina se alejan mucho del arquetipo clásico de la persona que ingresa al mercado laboral a los 20 años y se jubila a los 65 con gran continuidad y por tanto sin lagunas previsionales. La realidad de la región se caracteriza por el contrario por las intermitencias, las discontinuidades y la existencia de millones de mujeres que trabajan como amas de casa sin contraparte monetaria ni cobertura social.
Otro riesgo que debe ser enfrentado es el de invalidez o muerte. Sólo la pertenencia a los sistemas formales garantiza en la actualidad este beneficio. Proponemos la universalización de la pensión de invalidez y sobrevivencia independientemente de que la persona trabaje en una empresa, por cuenta propia, en empresa familiar o cumpla en el hogar con labores domésticas. Estas pensiones no tienen por qué ser redistributivas, pueden ser proporcionales a los ingresos de las personas que los tienen pero cumplen con el propósito de entregar protección respecto a los riesgos de invalidez o muerte prematura.
Tema especialmente crítico es el relativo a las pensiones de retiro. Hay por cierto una discusión importante entre quienes defienden los sistemas de reparto y los que abogan por sistemas de contribución definida. Se trata sin embargo de una discusión de segundo orden porque en realidad, ni el uno ni el otro consigue entregar pensiones dignas para la mayoría de sus adherentes. Una propuesta que conviene explorar es la de integrar la pensión ciudadana con la pensión de retiro. Es una reforma viable que se estima mejoraría sustancialmente las tasas de reemplazo de la mayor parte de las pensiones.
Adicionalmente es fundamental crear seguros de desempleo allí donde no existen, o fortalecerlos en aquellos países que han avanzado en esa dirección. El gran problema de la región es que más del 90 % de las empresas tienen cinco o menos trabajadores y su existencia es precaria, lo que hace inoperante el concepto clásico de seguro de desempleo.
Por otra parte es preciso avanzar en la puesta en práctica de un servicio de cuidados infantiles, dispositivo fundamental para aumentar la tasa de participación laboral que en la región no supera una media del 60 % en contra del 80 % o más que predomina en la mayoría de los países de la OCDE. En una medida importante, esos países son más ricos porque trabajan más y la diferencia estriba principalmente en una tasa de participación laboral de las mujeres sustancialmente más baja en América Latina, a pesar de que estas tienen un promedio de escolaridad mayor que el de los hombres. Es justamente la precariedad o la ausencia de servicios de apoyo a los cuidados infantiles la que, amén de factores de índole cultural propios de la tradición patriarcal, explica esta situación. La universalidad debiera ser la norma en la implementación de un programa de guarderías infantiles que acoja a menores entre por lo menos seis meses y cuatro años. Un esfuerzo significativo en este plano facilita enormemente la participación laboral femenina con otro efecto igualmente muy significativo: favorecer el desarrollo infantil temprano que, como es sabido, es decisivo en el desarrollo posterior de las personas. El programa de servicios debe asegurar un piso básico de calidad, evitando una tendencia muy recurrente a una fuerte segmentación según los distintos estratos de la población.
La protección social que proponemos debe entenderse como un derecho social asociado a la ciudadanía y en ningún caso como una dádiva, un acto caritativo o el resultado de una práctica clientelar. Son derechos sociales universales cuya materialización dependerá naturalmente del grado de desarrollo del país y de sus disponibilidades presupuestarias. Contra una tradición latinoamericana rica en retórica pero pobre en resultados, el ejercicio práctico de estos derechos debe estar sujeto a una evaluación periódica de sus niveles de cumplimiento y de las posibilidades materiales para ampliar las coberturas legalmente exigibles. Un buen ejemplo de implementación de un programa de este tipo es el llamado AUGE, creado en el cuadro de la reforma de la salud impulsada bajo la administración del presidente Lagos en Chile, que combinó el Acceso Universal con las Garantías Explícitas. Comenzando con una cincuentena de patologías con garantías explícitas en materia de calidad de la prestación, oportunidad y la garantía de no transformación en un evento catastrófico por sus altos costos, en la actualidad estas alcanzan a cerca de un centenar.
El programa “Bolsa familia” aplicado en Brasil es otro buen ejemplo de política pública progresista. Lo mismo puede decirse de la Asignación Universal por hijo introducida en la Argentina y el Sistema Nacional de Cuidados con que cuenta en la actualidad Uruguay. Bolsa Familia consistió en una renta de 40 a 80 dólares por mes y beneficia a cerca de 50 millones de personas. Una característica novedosa del programa fue la introducción de contrapartidas para la obtención del beneficio por parte de las mujeres y solo por ellas. Estas van desde la vacunación obligatoria para los menores, la asistencia a la escuela, al control de salud para mujeres en cinta. Su aporte a la lucha contra el hambre y el analfabetismo es innegable y ha permitido avanzar en materia de empoderamiento y dignificación de las mujeres del mundo popular. El desmonte de la base de datos de los beneficiarios de este programa social por parte del gobierno de Bolsonaro, así como el fin de buena parte de las contrapartidas exigidas anteriormente, ponen de relieve la necesidad de establecer normas claras para preservar su transparencia y evitar su manipulación.
Surgió también en nuestros debates la propuesta de un ingreso básico universal permanente, muy presente en la discusión europea. Constatamos, sin embargo, que siendo un tema relevante hacia futuro, no existen en la actualidad las condiciones básicas, financieras, culturales, e institucionales, para avanzar en esa dirección más allá de programas transitorios puestos en prácticas en algunos países durante los momentos más álgidos de la pandemia. Por lo pronto, una cuestión que debería ser objeto de una primera definición es la relativa a su carácter complementario o sustitutivo de la protección social vigente. Consignemos en todo caso que rechazamos la idea consistente en decir: “Aquí hay un ingreso universal para todos, consigue tu seguro médico, paga tu sistema de pensión de retiro, tu guardería, tu seguro de desempleo”. En sentido inverso, hacemos nuestra la preocupación por establecer pisos mínimos de protección que garanticen derechos básicos sin por ello desincentivar la opción por el trabajo. La sintonía fina es en este plano fundamental para evitar la desnaturalización por abuso de la protección social.
La garantía de un salario mínimo es también parte de un sistema amplio de protección social. En América Latina las experiencias varían mucho de un país a otro. De manera general la fijación de un salario mínimo legal actúa como piso y facilita las negociaciones sindicales. Existe sin embargo evidencia en cuanto a que puede tener efectos secundarios negativos al promover el aumento de la informalidad. Regulaciones adecuadas consiguen moderar ese efecto negativo.
Una innovación importante en nuestras discusiones fue la propuesta de agregar un pilar adicional, el de los cuidados, a la estructura clásica de los Estados de bienestar, organizada en torno a la seguridad social, la educación y los sistemas de salud. El sistema de cuidados no se refiere sólo a los niños sino a las necesidades que se presentan a lo largo de toda la vida producto de las enfermedades y de la vejez. Es sin duda un trabajo fundamental realizado esencialmente por mujeres, no remunerado y socialmente poco reconocido. En la medida en que son las mujeres de los estratos más bajos las que deben dedicar una mayor de su tiempo a los diferentes tipos de cuidados, se genera un círculo vicioso entre pobreza, precariedad y desigualdad.
Datos recientes producidos por la Cepal muestran que el trabajo no remunerado asociado a los diferentes tipos de cuidados puede oscilar según los países entre 16 y 25 % del PIB, aportando las mujeres del orden del 75 %. Los cuidados debieran ser objeto de políticas de formalización progresiva, permitiendo así una remuneración acorde con la importancia del servicio prestado. Hay que velar para que la eventualidad de la remuneración del trabajo doméstico termine la condena a perpetuidad de las mujeres a la condición de ama de casa, incorporando la noción del trabajo doméstico como uno que puede ser hecho por cualquiera.
La temática de los cuidados tiene un desarrollo todavía muy incipiente pero puede avanzar rápido dependiendo de la fuerza con la que la levanten los movimientos feministas. Una condición básica para empujar este proceso pasa, por “refinar las cuantificaciones relativas a la economía del cuidado porque lo que no se mide no existe”.
El diseño de sistemas de protección social debe contemplar nuevas realidades para las cuales hay todavía pocas respuestas. Es el caso por ejemplo de los trabajadores de plataformas que desarrollan sus actividades en condiciones de gran precariedad, sin contratos de trabajo que regulen cuestiones tan básicas como las jornadas laborales, pero que ideológicamente se presentan como una forma de trabajo liberado, “sin patrón”. De manera más general, las transformaciones tecnológicas en curso, especialmente las relativas a digitalización, robotización e inteligencia artificial, abren enormes interrogantes acerca del futuro del trabajo. Así por ejemplo, se hace cada vez más difusa la frontera entre trabajo asalariado y trabajo no asalariado al paso que pierden relevancia los contratos de trabajo y las jornadas laborales con horarios rígidos y preestablecidos.
Otra preocupación mayor esbozada en nuestras discusiones es la relativa a la justicia climática que debe imperar en las políticas que con urgencia demanda el calentamiento global. América Latina es una región que no obstante tener responsabilidades muy menores en su generación sufre de manera muy directa sus efectos a través de combinaciones recurrentes de inundaciones y sequías. El Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, conocido como el Acuerdo de Escazú impulsado por la Cepal, es un primer paso que debiera ser seguido de iniciativas regionales que hagan un aporte efectivo a la contención del calentamiento global. La gestión racional del ecosistema amazónico aparece aquí como una cuestión de especial relevancia.
Aunque nuestras discusiones se han concentrado en los pilares básicos de la protección social no se nos escapa la importancia capital de reformas mayores a los sistemas educacionales, en su gran mayoría de baja calidad e inadecuados para enfrentar las necesidades que plantea la aceleración del cambio tecnológico. A estas alturas es una evidencia incontrovertible que una educación de calidad para todos es la principal palanca para construir sociedades más igualitarias.
De la misma manera hay que asumir que el derecho a la seguridad personal debe ser parte de un enfoque global. La inseguridad tiene un costo individual y un costo social muy elevado. En el caso de América Latina, la pérdida de vidas por la epidemia de homicidios tiene un alto costo productivo y una afectación a las economías familiares y a vastos sectores laborales. La violencia que conlleva el desplazamiento forzado interno, el abandono del campo, la migración a las ciudades, la marginalidad en las ciudades, y la inseguridad como un problema que afecta desproporcionadamente a las mujeres y a las diversidades, es un flagelo que afecta de manera muchas veces dramática a nuestras sociedades.
En fin, hay otros ámbitos que requieren también de una adecuación de las políticas públicas. En nuestras discusiones se han destacado la protección social de emigrantes y el enfrentamiento a los graves desastres naturales provocados especialmente por el cambio climático.
En lo relativo a la puesta en práctica de nuevos sistemas de protección social conviene reiterar que hemos sido siempre críticos de la idea tan en boga hasta hace algunos años de apostar masivamente por la “solución privada de los problemas públicos”. Defendemos en consecuencia el papel insustituible del Estado como promotor y garante del cabal cumplimento de los derechos sociales. Entendemos sin embargo que lo público no se agota en lo estatal y que en materia de protección social resulta especialmente necesario complementar la acción del Estado con el aporte creativo de un sin número de estructuras de proximidad surgidas desde la sociedad civil o de las propias empresas.
Finalmente, como no todo se puede hacer al mismo tiempo, es fundamental establecer una secuencia lógica en la construcción de Estados de bienestar tomando naturalmente en consideración las particularidades nacionales. Hay buenas razones para asignar la prioridad al sistema de aseguramiento de la salud. Vienen en seguida en el orden de las prioridades los servicios de cuidado infantil por los enormes beneficios que son susceptibles de generar en cuanto a participación laboral de las mujeres y desarrollo cognitivo de los menores.
Opciones de financiamiento
Hay que decirlo fuerte y claro. Es una ilusión pensar en construir Estados de bienestar sólidos con cargas tributarias por debajo de los 30 puntos del PIB. Esta es una convicción que nos acompaña desde los inicios de nuestras reflexiones en la segunda mitad de los noventa del siglo pasado. Salvo algunas excepciones asociadas al federalismo, la media regional está muy por debajo de esos niveles. Las estructuras tributarias presentan fuertes inequidades horizontales y verticales y generan recaudaciones muy por debajo de las necesarias para atender las demandas sociales. El promedio de la región es de 23 % del PIB contra el 34 % de la OCDE. Hay por delante un largo camino por recorrer en materia de reformas tributarias y pactos fiscales.
Las reformas fiscales no pueden pensarse de manera autónoma. Son por el contrario un instrumento que debe estar al servicio del adecuado financiamiento de la protección social. Las resistencias que generan las reformas tributarias se basan, no sin razón, en el despilfarro de recursos públicos en que a menudo incurren programas de alto costo y baja rentabilidad social. La garantía de un uso transparente y equitativo concentrado en las necesidades de los grupos más carenciados es crucial para generar el respaldo social y político que necesitan las reformas tributarias para salir adelante. El respaldo y la legitimidad de las reformas tributarias depende crucialmente de su articulación con una oferta a la sociedad de un sistema de protección social universal como parte de un nuevo contrato social y de un Estado profundamente renovado que garantice su cumplimiento. El principio de etiquetación, a pesar de sus contradicciones e inconvenientes, debe ser contemplado como un instrumento para reducir la desconfianza de amplios sectores de la población ante cualquier aumento de impuestos.
Los estudios disponibles muestran que hay en todos los países de la región un espacio importante para aumentar los impuestos sobre la renta personal, los dividendos de las acciones que cotizan en bolsa, los recursos naturales, el patrimonio de los súper ricos y en algunos casos, como México, sobre el consumo. Hay también margen, aunque menor por razones esencialmente políticas, para aumentar los impuestos verdes.
La redistribución debe operar desde los más ricos a los más pobres y no necesariamente desde el capital al trabajo. En América Latina, donde priman las microempresas, la mayoría de los “empresarios” no son ricos, pudiendo incluso ser parte de las capas medias vulnerables.
Los expertos que intervinieron en nuestros debates invitaron a reflexionar sobre el tema tributario desde un ángulo novedoso, afirmando que “una agenda tributaria progresiva debe ser global”. Las razones para ello son múltiples: tienen ese carácter la evasión, la elusión, el desvío de beneficios, las maniobras de las empresas transnacionales para esconder o maquillar sus ganancias utilizando para ello su implantación en diversas jurisdicciones que son a menudo paraísos fiscales.
Una conclusión fundamental de este enfoque apunta a la inconveniencia de la carrera a la baja de los impuestos entre los países puesto que la competencia fiscal no genera necesariamente un aumento de la inversión. Las decisiones de inversión responden a un conjunto mucho más amplio de factores como las estimaciones de demanda, la calidad institucional, la disponibilidad de infraestructura o capital humano y la propia geografía. Convendría en consecuencia promover la adopción entre los países de acuerdos de armonización tributaria que pudieran si no evitar al menos moderar una competencia fiscal que termina siendo lesiva para todos. El acuerdo internacional impulsado por la OCDE sobre un impuesto mínimo a las empresas en todos los países constituye un paso adelante en este sentido.
Asimismo, se mostró que la tasa media efectiva del impuesto a la renta del decil más rico es en América Latina insignificante en comparación con lo que ocurre en los países de la Unión Europea. Mientras que en esta última la tasa media efectiva (no la legislada) alcanza al 20 %, en América Latina no supera el 5 %. Se explica así el carácter marginal en la región de las variaciones del coeficiente de Gini después de impuestos, que alcanza sólo 2 puntos en contra de 10 en la Unión Europea. Dicho de otra forma: la estructura tributaria prevaleciente en Latinoamérica es tan inequitativa que prácticamente no genera ningún tipo de corrección redistributiva.
Un dato especialmente significativo es el relativo al incumplimiento tributario que alcanzó en 2018 (último dato disponible) a los 325 000 millones de dólares, esto es un 6.3 % del PIB de la región. De ese total, se estima que 194 000 millones corresponden al impuesto sobre la renta y 131 000 millones a evasión del impuesto al valor agregado. Aquí radican las mayores posibilidades para aumentar la recaudación en plazos más cortos. En segundo lugar, está el llamado gasto tributario constituido por la proliferación de exenciones que se han venido acumulando a lo largo de los años y que representan 3.7 % del PIB. Parte importante de esas exenciones han perdido justificación, si es que alguna vez la tuvieron. Su eliminación es siempre compleja porque detrás de ellas hay grupos de interés con gran capacidad de presión para mantenerlas. Sin embargo, lograr la supresión de algunas de ellas, aunque no se traduzcan en un aumento considerable de los ingresos del Estado, puede significar un potente argumento político y simbólico en favor de la igualdad. Sucede lo mismo con impuestos de gran impacto simbólico aunque no necesariamente de recaudación como el gravamen a las herencias. Encierran un mensaje de solidaridad y de justicia más allá de su efecto directo sobre los ingresos del erario.
En lo inmediato es posible pensar en contribuciones de tipo “solidario” por períodos transitorios que graven por ejemplo las sobreganancias que han obtenido no pocas empresas producto de las restricciones impuestas por la autoridad durante la pandemia. Es el caso de empresas energéticas, farmacéuticas, de entretenimiento, de computación y artefactos electrónicos. En este orden de ideas, conviene seguir de cerca la suerte que tendrá la propuesta reciente de la presidenta de la Comisión Europea en orden a gravar las sobreganancias de las empresas del sector energía (petróleo y gas) derivadas de la guerra entre Rusia y Ucrania. Se estima que por este concepto se podrían recaudar del orden de los 140 000 millones de euros.
Finalmente, con la misma fuerza que afirmamos la necesidad de reformas fiscales profundas, reiteramos nuestro convencimiento de que, sin crecimiento económico sostenido, no hay ninguna posibilidad de respuesta eficaz a los dramas sociales de nuestros países. Sabemos por la dura experiencia que el crecimiento por sí mismo no basta, pero que en su ausencia las brechas sociales se hacen más amplias e insoportables.
Condiciones necesarias
La construcción de Estados de bienestar requiere de un conjunto muy exigente de condiciones. Las presupuestarias asociadas a reformas de la fiscalidad son sin dudas esenciales. Pero su concreción depende también de las políticas que se desplieguen en tres ámbitos: el sistema político, el modelo de desarrollo y el escenario internacional.
Condiciones políticas domésticas: una gobernabilidad transformadora
El punto de partida es definitivamente problemático. Existe una brecha enorme entre la magnitud de los desafíos domésticos e internacionales y la precariedad de los sistemas políticos latinoamericanos. Su incapacidad para resolver las demandas sociales y generar un conjunto mínimo de certezas ha abierto espacio a una nueva amenaza: los populismos de corte autoritario que utilizan la democracia para desnaturalizarla desde adentro, sometiendo a la justicia, militarizando la política, coartando la libertad de expresión. Se trata, para llamarlo de alguna manera, de un “iliberalismo a la latinoamericana” muy distinto de los clásicos golpes militares que de modo recurrente nos han asolado a lo largo de nuestra historia. La democracia latinoamericana está en deuda con las sociedades que la construyeron, sobre todo en materia de “entregables” de corto plazo, que con o sin razón, dentro o fuera de un malentendido, la gente espera de la democracia.
Para fortalecer las democracias es preciso, como lo ha reiterado el PNUD, recomponer la arena en donde se puedan debatir y generar acuerdos útiles en relación con las principales políticas públicas. Es fundamental en estos debates tener presente a lo menos tres falacias que provocan graves distorsiones. En efecto, no hay que confundir información con conocimiento, popularidad con legitimidad, ni tampoco asignarle a una determinada identidad digital una representación política legítima.
Por otra parte, la experiencia europea en la construcción de Estados de bienestar es una referencia importante pero no constituye una receta que se pueda aplicar mecánicamente. El Estado de bienestar clásico fue el resultado de la acción de sujetos políticos como las clases obreras y los grandes sindicatos que no tienen ni por lejos la misma presencia en las sociedades latinoamericanas. En consecuencia, en la región es preciso pensar el Estado de bienestar de manera diversa con connotaciones, estructuras y metodologías específicas. En este plano, una cuestión central es la identificación de los nuevos actores sociales y políticos capaces de asumir la tarea de construirlo de acuerdo a las condiciones objetivas presentes en las diversas realidades nacionales.
La construcción de Estados de bienestar social requiere de una gobernabilidad transformadora que establezca metas realistas y verificables, permita poner en práctica estrategias consistentes y garantice los recursos presupuestarios indispensables. Es nuestra convicción más profunda que para ello se requiere de sistemas políticos que aseguren estabilidad, con mayorías consistentes y alternancias no traumáticas. El desarrollo económico y el progreso social son tareas de mediano y largo plazo que demandan esfuerzos persistentes tras objetivos nacionales que trascienden los gobiernos de turno. Un contrato social inclusivo, asentado en un sistema de reglas constitucionales ampliamente respaldadas y por tanto obedecidas es la base sobre la cual debieran constituirse sistemas políticos funcionales a la consecución de los objetivos del desarrollo.
Las evoluciones políticas de los últimos años han permitido la llegada de gobiernos que declaran explícitamente su disposición a avanzar en la generación de mayores niveles de protección social. Su éxito dependerá de manera muy directa de su capacidad para introducir reformas políticas que fortalezcan la gobernabilidad y reformas institucionales que permitan la modernización de los aparatos estatales. En el primer caso figuran reformas que, como lo hemos sostenido desde los inicios de nuestros trabajos, permitan superar los regímenes híperpresidenciales que terminan alentando el caudillismo, faciliten la constitución de partidos fuertes y coaliciones amplias. La vieja discusión sobre si la coincidencia de regímenes presidencialistas y congresos electos por representación proporcional conduce a la parálisis o la inestabilidad sigue vigente.
Por su parte, la agenda en materia de modernización del Estado es extraordinariamente amplia e incluye de manera prioritaria mecanismos que promuevan: la transparencia, la probidad, una mayor eficiencia en la provisión de servicios públicos, la rendición de cuentas y la descentralización —la regionalización en el caso de muchos Estados de fuerte tradición centralista. También es necesario reconocer el profundo malestar que existe en las sociedades latinoamericanas en contra de las elites políticas y económicas, y que afecta la relación entre los ciudadanos y el Estado. Para asegurar una mayor conexión entre los ciudadanos y los servicios públicos; es necesario poner fin a la cultura del abuso y del privilegio e incorporar nuevos mecanismos de participación social.
A final de cuentas, como enseña la historia, las nuevas instituciones son la cristalización de compromisos institucionales que a su vez resultan de la profundidad y dirección que alcancen las luchas sociales. Los Estados de bienestar más desarrollados son efectivamente el producto de la acción de sujetos sociales que forjaron los pactos de corte socialdemócratas que los hicieron posibles. El desafío consiste en avanzar hacia sistemas universales y no simplemente corporativos. Destacan en este plano los movimientos de mujeres que con sus luchas no sólo dan cuenta de reivindicaciones que les son propias sino que favorecen al conjunto de la sociedad con avances tan trascendentes como la igualdad de género o el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos.
Especial preocupación requiere la indispensable reorganización de partidos políticos fuertes. Es cierto, los partidos son instituciones fundamentales para asegurar el funcionamiento de la democracia representativa. No existen sustitutos. Ocurre sin embargo que los partidos políticos en su actual configuración experimentan dificultades crecientes para ejercer su papel de representación y la mayoría de ellos ha caído en el descrédito. En muchos casos han monopolizado la representación electoral, en detrimento de causas o sujetos sociales centrados en un solo tema, regionales, de género o generacionales. La diversificación de los centros de interés de la ciudadanía, la fragmentación de la estructura de clases, el auge de las redes sociales hace cada vez más difícil el ejercicio de una representación homogénea y unívoca. Para preservar la democracia representativa, es necesario combatir las fake news y el discurso de odio en las plataformas digitales, y pensar de nuevos mecanismos de regulación de las campañas electorales en la era digital.
Una acción política capaz de recuperar el prestigio perdido es asimismo condición indispensable para enfrentar con éxito problemas tan acuciantes como la relación con poderes fácticos cada vez más influyentes como los medios de comunicación social y los sectores empresariales.
Pero más allá de la imperiosa necesidad de contar con instituciones y partidos fuertes y conducentes a coaliciones amplias, persiste el reto de la construcción de dichas coaliciones o alianzas. Las mayorías electorales o incluso legislativas no bastan, ni siquiera en democracias maduras, mucho menos en las democracias imperfectas de América Latina. La fuerza de los poderes fácticos en estos países —las fuerzas armadas, las iglesias, los medios, el empresariado, el factor externo, entre otros— obliga a buscar cómo impulsarlos vía el convencimiento a apoyar reformas sociales trascendentes, es decir, a avanzar en la construcción de un Estado de bienestar.
Convencimiento significa persistencia y negociación. Para ello debe existir voluntad y convicción auténtica de parte de las fuerzas del cambio pero también flexibilidad y prudencia, sin las cuales no será posible dialogar y sobre todo persuadir a las élites. Y en muchos casos, ni así. En general, los poderes fácticos no harán concesiones en esta materia si no reciben contraprestaciones satisfactorias, a menos que otros factores los lleven a aceptar reformas que no corresponden a sus intereses de corto plazo. En ausencia de un equivalente de la revolución rusa y del miedo al comunismo que invadió a Europa entre 1917 y el fin de la Guerra Fría, o de una revolución cubana que durante algunos años condujo a las élites latinoamericanas a aceptar ciertas reformas, sólo los estallidos sociales surten el tipo de efecto que permitió la construcción de los Estados de bienestar en Europa. Son sintomáticos los casos de las revueltas sociales en Chile y Colombia, que fueron seguidas por la elección de mandatarios de izquierda, y por una cierta receptividad de parte de los poderes fácticos para cambios de fondo en las políticas públicas.
Hacia un nuevo modelo de desarrollo
La sostenibilidad de los Estados de bienestar depende de manera decisiva de la calidad de las estructuras productivas. Países monoexportadores de materias primas con ofertas excedentarias en los mercados internacionales difícilmente podrán sostener avances de importancia en materia de protección social. Sus finanzas estarán siempre sometidas a los vaivenes de la coyuntura. Una protección social de carácter universal que cubra adecuadamente los principales riesgos que se presentan a lo largo de la vida supone la existencia de una estructura productiva diversificada y competitiva capaz de financiarla de manera durable.
Por otra parte, el cambio climático y la digitalización representan nuevas coordenadas en torno a las cuales deben organizarse las nuevas estrategias de desarrollo. Las exportaciones tradicionales de recursos naturales deben diversificarse avanzando en la agregación de valor y la incorporación de trabajo más calificado. Urge poner en práctica nuevos motores de crecimiento. América Latina tiene ventajas comparativas en materia de energías fósiles y renovables, es excedentaria en la producción de alimentos, tiene grandes reservas de agua dulce, dispone de las principales reservas de cobre y de litio, ingredientes fundamentales de un cambio de enorme trascendencia: el advenimiento de la electromovilidad. Puede en consecuencia avanzar desde la actual especialización primario exportadora que caracteriza a la mayoría de los países con la excepción de México a formas productivas más sofisticadas que agreguen más valor e incorporen trabajo más calificado.
En la reunión de octubre de 2022 la transformación productiva ocupó un lugar central en los debates. Se llenó así un vacío que se había venido arrastrando de reuniones anteriores. En esta ocasión se ilustró de manera especialmente impactante la irrelevancia de América Latína en cuanto a desarrollo productivo mediante la construcción de un mapa del mundo de acuerdo al valor de la capitalización de las empresas de la economía digital. Con Amazon, Apple, Metaplaforms, Netflix y otras, Estados Unidos domina ampliamente la escena. China busca competir con Alibaba, JD.com, Tencent, Meituan pero, si bien sobrepasa a Europa, está todavía lejos del tamaño que alcanza Estados Unidos. En esta representación América Latína aparece muy disminuida en comparación con su magnitud geográfica, a pesar del éxito que han tenido algunas empresas digitales como XP, Dlocal, Stonesco o Mercado Libre.
Comparativamente con Estados Unidos, China o la Europa avanzada, en América Latína los recursos naturales ocupan un lugar muy relevante muy por sobre las industrias basadas en ciencia y proveedores especializados. Los problemas del patrón de especialización se reproducen en el comercio de servicios. En efecto, la parte de los servicios modernos (19 %) es sustancialmente inferior a la que registran China (41.9 %) o Estados Unidos (41.0 %). Una estimación de las elasticidades ingresos de la demanda de exportaciones para el período comprendido entre 1960 y 2019 confirma los problemas de la especialización internacional de la región. En efecto, los sectores en los cuales se concentra su oferta exportadora tienen elasticidades sustancialmente menores que los correspondientes a los países más desarrollados como es el caso de las manufacturas o las maquinarias y equipos de transporte. En otras palabras, las exportaciones de América Latína se concentran en los sectores de menor dinamismo de la demanda mundial.
Se configura de este modo para la región un diagnóstico lapidario en materia de estructura productiva. En lo fundamental la tónica es la escasa eficiencia, sea que ésta se considere desde la perspectiva schumpeteriana, medida por la capacidad de impulsar la innovación dado el peso de los sectores de mayor intensidad tecnológica en las exportaciones, o desde la perspectiva keynesiana, en virtud del mayor peso de los sectores con más alta intensidad/ingreso de la demanda mundial.
Del diagnóstico anterior surge una conclusión práctica fundamental: el crecimiento no resulta de milagros sino principalmente de políticas industriales y tecnológicas que aplicadas de manera persistente en el tiempo generen incentivos en favor de los sectores más dinámicos.
La noción misma de política industrial había sido eliminada del arsenal de políticas públicas por el Consenso de Washington. Durante varias décadas, se alimentó la idea que las políticas públicas debían en el mejor de los casos concentrarse en intervenciones de carácter horizontal estimulando la capacitación laboral o el desarrollo científico tecnológico con prohibición absoluta de realizar opciones sectoriales. “Elegir ganadores” o “respaldar campeones nacionales“ fueron totalmente marginadas del arsenal de herramientas posibles de ser utilizadas.
El clima intelectual hoy prevaleciente ha cambiado. Las políticas industriales han adquirido una nueva actualidad producto de un cambio trascendental que ha tenido lugar durante los últimos años. De hecho, la pandemia y la invasión rusa de Ucrania aceleraron una tendencia que se venía manifestando con anterioridad: la fragmentación de la economía mundial producto del predominio de la razón geopolítica por sobre la racionalidad puramente económica. En este cuadro cobran significación nociones que se creían definitivamente obsoletas como autonomía energética, soberanía alimentaria o independencia energética.
Las nuevas políticas industriales no autorizan a los Estados a intervenir de forma arbitraria en favor de tal o cual sector. Por el contrario, su espacio está enmarcado en cuatro coordenadas fundamentales: la sostenibilidad ambiental, la digitalización, el acortamiento de las cadenas de valor y la búsqueda de mayores grados de autonomía.
Opciones sectoriales contradictorias con esas coordenadas difícilmente podrán desarrollarse exitosamente. Se requiere además un entorno macroeconómico que favorezca una tasa de inversión alta y permanente y eviten la generación de niveles de endeudamiento externo que terminan estrangulando el crecimiento.
Concertación regional y nuevo escenario internacional
Es un hecho que, en tiempos cortos, producto de la pandemia y luego de la guerra de Rusia contra Ucrania, se ha producido un cambio mayor en el escenario internacional. La globalización tal como la conocimos durante las últimas tres décadas está hoy día en cuestión. El espacio mundial se ha fragmentado producto de las guerras comerciales, la revalorización de las autonomías, la disputa por la hegemonía entre China y Estados Unidos y el estallido de guerras de mayor magnitud como la que se desató luego de la invasión a Ucrania por parte de Rusia.
En ese nuevo escenario internacional la geopolítica tiende a primar por sobre la razón puramente económica. Asimismo, en este nuevo cuadro adquieren importancia creciente los bloques regionales como espacios privilegiados para la materialización del nearshoring o friendshoring, esto es, el acortamiento de las cadenas de valor y la mayor seguridad en los aprovisionamientos en virtud de las cercanías políticas e ideológicas.
En este nuevo escenario, la vieja aspiración de la integración regional adquiere una renovada importancia. Sin embargo, estas nuevas tendencias encuentran a la región en una situación de enorme fragmentación que han impedido tener planteamientos comunes y una voz única a través de la cual expresar las necesidades y reivindicaciones de nuestros países.
Afortunadamente, un nuevo cuadro comienza a emerger. Por primera vez en la historia coexistirán simultáneamente en todos los países de mayor tamaño de la región gobiernos que asumen la necesidad de reimpulsar los procesos de integración regional. Es una oportunidad que no puede ser desaprovechada. La revalorización de la integración es un proceso que sólo podrá materializarse en el mediano y largo plazo y que requiere para ello dar pasos pequeños pero seguros en el corto plazo. El enfoque de la integración debe asumir que ésta sólo podrá avanzar mediante un diseño de geometría variable y a velocidades diferenciadas, y tomando en cuenta las diferencias geográficas y económicas (México, Centroamérica y el Caribe, por un lado, América del Sur, por el otro).
En un escenario internacional condicionado por la disputa entre China y Estados Unidos por la hegemonía global resulta ineludible definir un modo de relacionamiento que privilegie el interés nacional o regional. En este sentido sometimos a discusión la propuesta de un No Alineamiento Activo como la doctrina en torno a la cual nuestros países podrían converger en materia de política internacional.
La propuesta parte de una constatación fundamental. El alineamiento histórico de la región sobre Estados Unidos muestra un balance ampliamente negativo: intervenciones, apoyo a golpes de Estado, presiones indebidas son parte de esa historia. En los hechos, ningún país logró acceder a la condición de país desarrollado. En particular, se ha creado en América del Sur una nueva realidad: por una parte, sigue siendo parte de la zona de influencia política, cultural y militar de Estados Unidos, pero, por otra parte, tiene a China como el principal mercado para sus exportaciones, con una presencia creciente como inversor y referente tecnológico de primera importancia.
Para poder pesar en los debates globales América Latina debe ser capaz de converger en una posición común en materia de política internacional. La única posibilidad pasa por el reconocimiento simple y pragmático de esta nueva realidad, de una hegemonía fragmentada en la que cada potencia asume liderazgos en espacios parciales. La consecuencia política que de allí se desprende es que no está en el interés de ningún país alinearse con los intereses de una de las potencias en disputa. Se trata más bien de de alinearnos sobre nuestros propios intereses que no siempre coincidirán con los interés de una u otra. El No Alineamiento Activo busca ser una guía para la acción que no implica ni neutralidad ni tampoco equidistancia. Busca por el contrario mejorar la capacidad negociadora de la región en vistas a conseguir formas de inserción activas y no subordinadas a la economía mundial.
Los retos de bienestar en las Américas son enormes. Las decepciones a lo largo de los últimos cuarenta años lo han sido también. La ausencia de grandes éxitos, sin embargo, no debe ser motivo de desaliento o de pasividad, sino al contrario. Debe motivarnos para seguir buscando, discutiendo, imaginando, construyendo. Eso tratamos de hacer en Alternativa Latinoamericana.