El proceso de judicialización de una ofensiva política contra Xóchitl Gálvez, descrito minuciosamente por Aguilar Camín ayer en Milenio, incluye un corolario indispensable. A diferencia de Rosario Robles, de Ricardo Anaya, de Jorge Lavalle y otros, Gálvez tiene fuero.
Para destruir a Gálvez, o en todo caso para derrumbar su posible candidatura a la presidencia, López Obrador cuenta con muchos instrumentos. Abundan ya, y proliferarán, los insultos, las mentiras, el acoso, las filtraciones, y todo aquello a lo que nos ha acostumbrado la 4T en sus pleitos con adversarios. Pero es posible, incluso probable, que no baste para descarrilar una candidatura con ángel, por lo menos hasta ahora. Por ello, viene la judicialización.
Esta se traduce en dos denuncias penales, una ante la Fiscalía General de la República, otra ante la Fiscalía de la CDMX. Ya se han descrito ampliamente, pero las implicaciones jurídicas en el caso particular de Gálvez se han comentado con menor detalle. Para vincularla a proceso, una vez formalizada la denuncia ante el Ministerio Público y un juez, primero debe realizarse un juicio de procedencia en la Cámara de Diputados. Este se consuma por mayoría simple de los presentes, mayoría de la que dispone Morena. No es automática. Primero el tema se ventila en la Sección Instructora, una instancia compuesta por cuatro diputados, caso por caso. Hoy en día, oposición y Morena se encuentran empatadas: dos y dos. Pero en la Comisión de la Cámara que elige a los integrantes de la instructora, Morena cuenta con mayoría, lo cual le permite designar a una nueva Sección Instructora para Gálvez, con tres morenistas versus un opositor. Con esa correlación de fuerzas, López Obrador lograría enviar la moción de desafuero al pleno, y allí se podría aprobar.
Ahora bien, hecho eso, Xóchitl sería citada por un juez, y el MP solicitaría la vinculación a proceso. De ser otorgada, resultaría suficiente para suspender sus derechos políticos, e inhabilitarla como candidata. No es necesario para ello ni el auto de formal prisión, ni mucho menos la sentencia. Con la simple vinculación a proceso basta, como lo señala el artículo 38 (párrafo II) de la Constitución, en una de sus posibles interpretaciones.
Ciertamente, ella se puede amparar, solicitando, por así decirlo, la suspensión de la suspensión. Y la gestión puede prosperar, ya que existen precedentes a favor (y también en contra). Posiblemente el asunto se dirimiría en la Suprema Corte, donde las circunstancias actuales se antojan favorables a un fallo que ponga fin a un atropello de esta magnitud. Pero nunca se sabe, y la distracción y el estrés que todo esto le traería a Xóchitl resultarían tal vez suficientes para neutralizar su candidatura.
¿Que López Obrador jamás se atreverá a ir tan lejos? ¿Que la reacción de la sociedad civil, del empresariado, de Estados Unidos, sería gigantesca? ¿Que la maniobra no prosperaría en los tribunales? ¿Que AMLO no tiene necesidad de recurrir a tanta perversidad, dada la enorme ventaja que Sheinbaum ya tiene en las encuestas? ¿Que se le revertiría el “compló” y sólo fortalecería a su contrincante? ¿Really? Yo creo que nunca hay que subestimar la maldad de López Obrador, ni su absoluta obcecación por no perder la continuidad de su proyecto (cualquiera que éste sea).
No se necesita creer que Xóchitl va a ganar —no existen las condiciones hoy que lo sustenten— para entender que López Obrador se espantó. Él dispone de encuestas serias, casi cotidianas, que seguramente muestran la tendencia, no la foto fija. Sabe que si no la derriba pronto, puede ser demasiado tarde. Prefiere hacerlo con una ofensiva puramente verbal, de redes, de chismes. Pero la judicialización es un arma demasiado potente para dejarla a un lado. Va con todo. Conste.