La llamada judicialización de la lucha política constituye un fenómeno cada vez más frecuente en las democracias actuales. No todas las quejas y acusaciones son válidas, pero todas encierran una dosis de verdad, por lo menos a ojos de los acusadores, y una alta dosis de falsedades, a ojos de los acusados.
En Estados Unidos, los simpatizantes de Donald Trump consideran que los cargos formulados por el Departamento de Justicia contra él representan un intento de judicializar la política; los seguidores de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina piensan lo mismo, recurriendo a la figura del lawfare para desacreditar los cargos contra ella. La inhabilitación de Lula como candidato a la presidencia de Brasil en 2018 tipifica la tendencia y, si quisiéramos, el intento del gobierno mexicano de desaforar e inhabilitar a Andrés Manuel López Obrador en 2005 es parecido.
De tal suerte que no debe sorprender a nadie que estas prácticas ocurran durante el sexenio del propio López Obrador, y cuando la continuidad de su proyecto se ve amenazada. México no posee un Poder Judicial especialmente honesto o independiente, y el estado de derecho siempre ha sido débil y carente de credibilidad y prestigio. De allí lo que hemos atestiguado en los últimos días en el país.
Tal y como se ha informado en numerosos medios internacionales, incluyendo CNN, a principios de junio se produjo un cambio importante en la carrera sucesoria mexicana. Antes de esas fechas, todo parecía sugerir una victoria aplastante de la coalición de gobierno y de su principal partido, Morena, en los comicios presidenciales de 2024. Solo permanecía pendiente el nombre de su candidato. Del lado de la oposición imperaba la división, la palidez de los candidatos en liza y pésimos números en las encuestas.
En ese momento irrumpe en la ecuación la senadora Xóchitl Gálvez, empresaria, de origen indígena, exfuncionaria del gobierno de Vicente Fox, exalcaldesa de Miguel Hidalgo en la Ciudad de México, figura carismática, extrovertida, independiente de los partidos políticos. De inmediato se crea un “fenómeno Xóchitl”. Al mismo tiempo, la oposición consolida su unidad, construye un proceso para designar a su candidato y acepta la disruptiva llegada de Gálvez en lugar de cerrarle el paso. De pronto, la contienda se vuelve competitiva, al menos en el imaginario del llamado “círculo rojo” mexicano.
López Obrador reaccionó de la manera en que muchos hubieran esperado. Le negó a Gálvez la posibilidad de responder a sus falsas acusaciones durante su “mañanera”. Comenzó a cuestionar sus antecedentes étnicos, profesionales y políticos. La acusó de ser un títere de intereses empresariales y de querer conducir el país al pasado. Cuando nada de eso dio la impresión de funcionar con eficacia, y no simplemente fortalecerla, escaló la agresión y dobló la apuesta, como suele hacerlo.
Rápidamente, sus partidarios comenzaron a judicializar las acusaciones políticas contra Xóchitl. Un diputado de Morena anunció que presentaba contra ella una denuncia ante la Fiscalía General de la República por lavado de dinero, evasión de impuestos y enriquecimiento ilícito, debido a los contratos de sus empresas con el llamado Cártel Inmobiliario de la Ciudad de México. Y un exalcalde presentó una denuncia ante la Fiscalía de la Ciudad de México por tráfico de influencias, corrupción y enriquecimiento ilícito, debido a contratos que celebraron las empresas de Gálvez con desarrolladores que obtuvieron sus permisos de construcción mientras ella era alcaldesa. Gálvez rechazó las acusaciones en su cuenta de Twitter. En ambos casos, una vez que las fiscalías presenten las denuncias ante un juez, la dinámica será la misma que en otros casos de este sexenio.
En efecto, para exfuncionarios como Rosario Robles, para exlegisladores como Ricardo Anaya y Jorge Lavalle, el procedimiento es el mismo. El juez los cita en un tribunal; el Ministerio Público presenta sus pruebas y solicita la vinculación a proceso; el juez la concede y enseguida decreta la prisión preventiva, alegando riesgo de fuga. Robles permaneció tres años en la cárcel sin sentencia hasta que fue exonerada; Lavalle más de un año, hasta que le fue concedida la casa por cárcel; Anaya se exilió en Estados Unidos, temiendo lo peor.
La diferencia con Gálvez es que, siendo senadora, posee fuero constitucional. No puede ser procesada mientras conserve el fuero. El problema consiste en los mecanismos para desaforar a alguien en México, algo que le sucedió a López Obrador en 2005, cuando era jefe de Gobierno del Distrito Federal. Se lleva a cabo un llamado “juicio de procedencia” en la Cámara de Diputados, donde por mayoría simple de los presentes, se le retira el fuero a un legislador. De producirse este procedimiento con Gálvez, al día siguiente podría ser citada por un juez que, al vincularla a proceso, le suspende sus derechos políticos. Aquí yace la magia del asunto.
A diferencia de Estados Unidos, donde el expresidente Donald Trump, sujeto a un mar de acusaciones civiles y penales, podrá competir por la presidencia nuevamente, aunque haya sido juzgado, condenado e incluso encarcelado, en México la simple vinculación a proceso basta para inhabilitar a alguien. Ciertamente Xóchitl Gálvez dispone de la opción de ampararse y, por así decirlo, lograr la suspensión de la suspensión de sus derechos políticos. Pero todo ello dependería de los tribunales, y en su caso, al final del camino, de la Suprema Corte. El desenlace es incierto.
López Obrador sabe que la continuidad de su proyecto se halla en tela de juicio. Nada está escrito hoy, a diferencia de hace apenas dos meses. Gálvez puede tropezarse –tiende a actuar sola, y casi siempre en forma improvisada– y el peso del aparato de Estado en México sigue siendo aplastante. La proclividad autoritaria del actual presidente, comprobada durante sus cinco años de mandato, parece dirigirlo ineluctablemente hacia la judicialización de su ofensiva contra la oposición.
Su desempeño encierra cierta lógica. Los resultados de su gobierno son, en el mejor de los casos, mediocres. La probable candidata de su partido no despunta y parece irremediablemente pobre en campaña. Y la oposición, de repente, puede verse representada por una candidatura atractiva. ¿Podría ser, entonces, que AMLO prefiere la inhabilitación de Xóchitl Gálvez, en lugar de ganarle por las buenas?