La victoria de Javier Milei en las elecciones presidenciales de Argentina ha suscitado diversas reacciones en la región, en Estados Unidos y en Europa. Podríamos resumir el sentido de esas reacciones de una manera sencilla: cada quien responde según le fue en la feria. La derecha latinoamericana, norteamericana y europea, está extática; la izquierda, enlutada. Donald Trump, el PP y Vox en España, Orbán y Marine Le Pen en Hungría y en Francia, y toda la derecha latinoamericana que apoyó a Milei de diversas formas —desplegados, cartas, declaraciones, entrevistas— se congratulan del triunfo de uno de los suyos. La izquierda, por su parte, lamenta una derrota inesperada. Gustavo Petro, de Colombia, afirma que fue un día triste para América Latina; Lula declara que no irá a la toma de posesión de Milei; López Obrador describe la elección del ultraderechista argentino como un autogol; y ya ni hablemos de los tres dictadores: Díaz-Canel, Maduro y Ortega.
Este alineamiento ya se había comprobado antes de la elección. Una gran cantidad de personajes de la llamada izquierda continental y europea firmaron una carta, junto con un par de Premios Nobel, en apoyo a Sergio Massa; un buen número de expresidentes latinoamericanos identificados de derecha o de centro-derecha apoyaron a Milei. Sólo los latinoamericanos y españoles más sensatos —y diría yo más exitosos y reconocidos internacionalmente— prefirieron no tomar partido. Ni Ricardo Lagos, ni Juan Manuel Santos —Premio Nobel de la Paz—, ni Óscar Arias —Premio Nobel de la Paz—, ni Felipe González se manifestaron en un sentido o en otro, por lo menos no colectiva y públicamente. Al final del día cada quien se posiciona sobre la elección en Argentina en función de su propia postura política, ideológica, y de la raja que quiere sacarle al desenlace electoral del país conosureño.
El dilema que plantea el resultado argentino no es sencillo. Para muchos, incluyéndome a mí, el peronismo, a pesar de sus profundas raíces populares y del evidente arraigo que conserva en el seno de la sociedad argentina, le ha hecho más daño que beneficio a ese país, a lo largo de ya casi setenta años. Al mismo tiempo, Milei no sólo parece ser un loco desquiciado en su comportamiento personal —sus perros, su peinado, su motosierra, sus comunicaciones con el ultramundo—, sino por sus posturas económicas, sociales y culturales. Me podría hasta cierto punto resignar a un hecho evidente, a saber, que el ministro de Economía de un gobierno responsable de una inflación de 140 % anualizada no puede ganar una elección. Sin embargo, tampoco puedo entusiasmarme por la victoria de un ultraderechista, por lo menos en sus intenciones. Pero existen razones adicionales para no asociarse con Milei, para cualquiera que desee mantener una posición equilibrada en el espectro político de su país, incluyendo desde luego a México.
Milei va a fracasar rotundamente en su proyecto de gobierno. No sólo por ser inexperto y estar rodeado de inexpertos; no sólo por carecer de mayoría en ambas Cámaras del Congreso argentino; no sólo por el carácter delirante de muchas de sus propuestas. Sino sobre todo porque las circunstancias internas y externas simplemente no permiten el tipo de “terapia de shock” que él se ha propuesto. Con un par de excepciones en un par de países latinoamericanos —Bolivia a finales de los años ochenta, bajo la conducción de Jeffrey Sachs, y quizás algún país del post socialismo de Europa Oriental— estas terapias han fracasado. La razón para no asociarse con Milei no es sólo su carácter extremista, reprobable, y por los que lo acompañan en el mundo —Trump, Bolsonaro, Abascal, Orbán, hasta Erdogán— sino por el inevitable fracaso al que se dirige.
Estoy dispuesto a creer que la reacción inicial de Xóchitl Gálvez al triunfo de Milei provino de un error de su equipo de redes, y no suyo ni de su equipo internacional. Extiendo el beneficio de la duda a los integrantes de este último, en el sentido de que sólo propusieron una felicitación al pueblo argentino, y en su caso a Milei, sin asignarle ningún significado y ninguna analogía con la situación en México. Entiendo también el apoyo de Fox y Calderón; si Milei se derrumba, su error carece de consecuencias. Pero tengo la sospecha de que no se trata de un tropiezo sino de una tendencia. Ya en dos ocasiones anteriores Xóchitl Gálvez se ha alineado con la derecha y extrema derecha latinoamericana. Su corrección posterior es incorrecta: felicitó a la democracia argentina por una alta participación electoral —nada nuevo en un país donde el voto es obligatorio desde hace décadas— o por el reconocimiento del triunfo por parte del candidato derrotado —ha sucedido en todas las elecciones argentinas desde el retorno a la democracia de 1983— no revela una plena conciencia del error cometido.
El sesgo contrario a los salientes en 18 de 19 elecciones presidenciales durante los últimos cinco años en América Latina no significa per se que esto vaya a suceder en México. Ojalá así fuera. Nada me daría más gusto que López Obrador y Morena se sumaran a la lista de gobiernos y líderes en funciones que pierden su reelección o su continuidad. Y nada me daría más gusto que eso fuera gracias a Xóchitl. Pero no es con este tipo de error o de confusión que se llegará a ese bienaventurado puerto.