Como todo aquel que escribe editoriales con frecuencia y a lo largo de varios decenios, Andrés Oppenheimer no siempre le atina en sus vaticinios. Esta vez, parece que sí.
En su columna de Reforma el 15 de marzo, a propósito de la insólita solicitud de Cuba de ayuda de emergencia de leche en polvo al Programa Mundial de Alimentos de la ONU, el autor de múltiples libros, entre ellos uno sobre Cuba, concluye: “El futuro de Cuba parece cada vez más turbulento. A menos que el régimen permita una apertura económica mayúscula, a riesgo de perder su poder político absoluto, no sería raro que pronto veamos una nueva ola de protestas masivas”. En efecto.
Desde el lunes, varios diarios del mundo publican notas sobre las protestas —masivas o no, es difícil saber— en varias ciudades cubanas, empezando por Santiago, la segunda aglomeración del país. Gente en la calle coreando “corriente” (luz), comida, agua, Patria o Vida, libertad: los apagones, la escasez de leche, arroz, electricidad, gasolina, de prácticamente todo, tal vez ya colmaron la paciencia hasta del pueblo cubano, que aguanta un piano. Lo mismo sucedió, según El País, en Bayamo y en San Antonio de los Baños, cerca de La Habana.
El gobierno respondió como lo hizo el 11 de julio de 2021: apagando la señal de internet y la luz, reprimiendo, culpando a Estados Unidos, pero ahora con la novedad de intentar responder al clamor popular. Envió camiones con arroz, azúcar y leche a Santiago de Cuba y a otras ciudades: tal vez la leche en polvo del PMA, o víveres procedentes de las donaciones de López Obrador o Nicolás Maduro. Veremos si con eso se aplacan las protestas.
La mejor señal del deterioro de la situación de alimentos y electricidad en Cuba no yace, sin embargo, en las protestas. Reside en el juicio que ya se le inició a Alejandro Gil Fernández, hasta el 3 de febrero viceprimer ministro y ministro de Economía y Planificación, destituido por Miguel Díaz-Canel en ese momento. Poco más de un mes después, el 8 de marzo, el propio dictador anunció que Gil Fernández cometió “graves errores”, se encontraba bajo investigación, y que habría “tolerancia cero” con él. En un comunicado que evoca los juicios a Ochoa y los gemelos De la Guardia en 1989, y los procesos de Moscú de los años treinta, el comunicado del gobierno revelaba que “desde el inicio mismo de estas acusaciones (la investigación del Ministerio del Interior), el implicado ha reconocido graves imputaciones”. Renunció al Comité Central del Partido Comunista, y a su curul en la Asamblea Nacional. El pronunciamiento del gobierno insinuó que Gil había incurrido en “corrupción, simulación e insensibilidad”.
Las primeras purgas comenzaron en Cuba desde el comienzo de la Revolución. Afectaron a compañeros de Fidel como Huber Matos, los comunistas asociados con Aníbal Escalante, y a cuadros como Carlos Franquí, José Abrantes, Carlos Aldana, los hermanos De la Guardia y Arnaldo Ochoa, y más recientemente, sin juicios públicos ni fusilamientos, Roberto Robaina, Carlos Lage y Felipe Pérez Roque. Cuando las cosas se complicaban en Cuba (a cada rato, pues) Fidel y después Raúl culpaban a alguien, y le pasaba encima una locomotora. La destitución, el inminente juicio y, esperemos, la condena a Gil Fernández sólo a “plan pijama”, constituye el caso más reciente de una larga lista.
Seguramente la Casa Blanca sigue de cerca los acontecimientos en Cuba. Junto con la virtual desaparición del Estado en Haití, representan un nuevo peligro de emigración masiva, vía México o el mar. Es imposible saber si las protestas crecerán, o si ante la represión y la opción de exiliarse, los cubanos opten por salir, como lo han hecho más de 750 000 desde 2021. López Obrador podrá chantajear de nuevo al pobre Biden, pero no le alcanza para esconder o remediar la terrible tragedia cubana. Se van a ir todos, aunque sea nadando.