La minicrisis con Ecuador encierra varias incógnitas. Ninguna de ellas justifica lo que hizo el gobierno de Quito, ni siquiera lo explica. La violación de la inmunidad de la sede diplomática mexicana es reprobable per se, con plena independencia de otras consideraciones. Lo cual no significa que dichas consideraciones no existan.
Para empezar, la relación entre el expresidente Rafael Correa y la 4T es altamente cuestionable. Fue juzgado y condenado por la justicia ecuatoriana, y es prófugo de la misma. Obtuvo el asilo en Bélgica, país de donde proviene su esposa. La Interpol se negó a colocarle una nota roja, pero Ecuador sí solicitó su extradición a Bélgica. Correa pasa buena parte de su tiempo en México, desde donde hace política ecuatoriana, y donde goza de la simpatía y apoyo del gobierno. Para un régimen anticorreista como el de Daniel Noboa, todo esto no es demasiado bien visto.
En segundo lugar, el exvicepresidente de Correa, Jorge Glas, es decir el personaje central de la minicrisis, ingresó a la Embajada de México en diciembre. Desde entonces, recibió el estatus de “huésped”, designación que no existe en el derecho internacional de asilo o refugiados. Es cierto que el llamado Estado asilante puede necesitar unos días para decidir si otorga el asilo o no. Pero tres meses es mucho, incluso para los tiempos de la Cancillería mexicana. Se pasaron de lanza en la ex-Tlatelolco.
Enseguida, vinieron las declaraciones de López Obrador. Fueron innecesarias, provocadoras, hasta ofensivas —se podía deducir de ellas que el actual presidente ecuatoriano mandó matar a Fernando Villavicencio, candidato rival en la elección del año pasado. Al ser expulsada la embajadora de México en Quito como represalia, López Obrador entabló una nueva provocación: anunció que enviaría un avión militar mexicano a Ecuador para repatriar a la embajadora. De nuevo, innecesario: hay vuelos cotidianos de Aeroméxico, y como lo explica Brenda Estefan en Reforma, después de las faramallas de Ebrard con Evo Morales en Bolivia y con Pedro Castillo en Perú, resultaba comprensible que el gobierno de Noboa se preguntara si no se trataba de un intento de extracción clandestina de Glas.
Por último, ante la expulsión de la embajadora, México por fin se decide a otorgarle el asilo a Glas, a sabiendas que el gobierno ecuatoriano lo consideraría como una ofensa, y que los méritos del caso resultaban ambiguos. ¿Persecución política o corrupción? ¿Lawfare o delitos simples y sencillos?
Noboa explicará algún día las razones por las cuales se adentró en este pleito de lavadero con López Obrador. Puede haber sido por inexperto -su canciller también- o por motivos estrictamente electorales —enfrenta un referéndum sobre sus posturas bukelianas dentro de dos semanas— o porque cayó en la trampa que le tendieron López Obrador y Correa. Por ahora, su decisión se antoja irresponsable desde el punto de vista internacional, pero redituable en lo interno… al igual que muchas de las ocurrencias de política exterior de López Obrador.
El problema de fondo, más allá de la naturaleza inaceptable de la agresión ecuatoriana, radica en las afinidades ideológicas y emotivas de López Obrador, y en su enorme descuido de la relación con América Latina, supuestamente la región que sí le importa y le gusta. Pleito con Perú; pleito con Milei; pleito con Ecuador; ausencia de Lula en México desde que es presidente; pleito con Boric por su deseo de dar un discurso en la U de G en noviembre de 2022; complicidad con las tres dictaduras (Cuba, Venezuela y Nicaragua); derrota en el BID y en la OEA; cobardía en Haití (renuencia a participar en una fuerza de la ONU): he aquí el saldo de la “buena” relación con América Latina. Cómo será la mala relación con los demás…