La reforma del Poder Judicial acapara toda la atención de la comentocracia, de la clase política, de “los poderes”, como se les decía antes, e incluso de un nutrido grupo de exmandatarios internacionales. Con toda la razón: si llegaran a ser designados los jueces en México, y en particular los ministros de la Suprema Corte, por el sufragio universal, se debilitaría enormemente el poder judicial y la separación de poderes, uno de los legados más importantes de la transición mexicana a la democracia.
Para lograr dicha reforma, el gobierno actual, y en su caso, el que toma posesión el 1 de octubre, necesitan dos terceras partes de los votos en ambas cámaras, ya que se trata de una reforma constitucional. La conformación de las cámaras, por lo tanto, se vuelve crucial, y la manera de definir quién tiene cuántos diputados o senadores se torna decisiva. Cuentan dos criterios: el de la obtención por el gobierno de los dos votos adicionales que requiere en el Senado para lograr los 86 necesarios, y el grado de sobrerrepresentación que el INE y el Tribunal Electoral permitan en la Cámara de Diputados.
En el caso del Senado, la cuestión es relativamente sencilla. El gobierno comenzará con buscar la mayoría calificada a través de los dos senadores del PRD, que a pesar de la pérdida del registro de ese partido, fueron electos por el principio de primera minoría. Se trata de Araceli Saucedo Reyes, de Michoacán, y José Sabino Herrera Dagdug, de Tabasco. No pueden formar un grupo parlamentario, y aunque pueden inscribirse como independientes, también cabría su incorporación al grupo de Morena. El líder del extinto PRD ha insistido que no están a la venta, y que jamás votarían a favor de la reforma judicial, pero la tentación para el gobierno de recurrir a los cañonazos de Álvaro Obregón, ahora con civiles, se antoja enorme.
De no prosperar esta maniobra —tan evidente que Jesús Zambrano la confirmó al afirmar su imposibilidad— queda la búsqueda en las filas del PRI o de Movimiento Ciudadano. No abundan las opciones: el primero solo alcanzó, en teoría, 17 curules en la Cámara Alta, y el partido de Dante Delgado apenas cuatro. Aunque no resulte imposible, parece difícil que senadores individuales vayan contra la voluntad de su bancada y voten a favor de la reforma, páguenles lo que les paguen. La ignominia tiene límites, incluso para estos partidos.
Sería más verosímil una aprobación por el partido y la bancada entera, alegando que sus senadores lograron un número de cambios suficientes en el proyecto inicial enviado por AMLO —y que debe ser dictaminado por el congreso saliente— para justificar un voto a favor. Como suele suceder, el sustento del voto a favor consistiría en modificaciones insustanciales; lo esencial, como ya dijo López Obrador, reside en la elección el año entrante de los integrantes de la Suprema Corte. Lo demás es literatura. Con la división de facto del PRI entre los partidarios de la reelección de Alito y quienes se opusieron a ella, la fracción pro alito del PRI en el Senado podría inclinarse en esta dirección. Lo mismo con la de Dante, aunque me parece difícil que alguien como Colosio se trague un sapo así. Sé que Manlio no lo haría.
Relato todo esto para ilustrar cómo, si bien la batalla trascendente se dará en la Cámara, no es el único combate que conviene dar contra la reforma judicial. La lucha principal es fácil de explicar: la Constitución establece que ningún partido podrá disponer de una sobrerrepresentación superior al 8%. Es decir, la diferencia entre el porcentaje de votos que alcanzó en las urnas y el porcentaje de diputaciones que se le atribuyan no puede superar el 8%. Para que Morena y sus aliados dispongan de una mayoría calificada en la Cámara de Diputados, necesitan una sobrerrepresentación de 24%. De modo que, según los adversarios de la reforma judicial, y de la 4T en general, sería anticonstitucional la mayoría calificada morenista.
Pero el oficialismo sostiene, al contrario, que la Constitución se refiere a “partidos”, no a coaliciones, y por lo tanto que el techo de sobrerrepresentación no aplica. A lo cual los partidarios de fijar el límite en 8% (principalmente expertos como Jorge Alcocer, Lorenzo Córdova y Ciro Murayama) responden que la Ley electoral (Legipe) y un par de sentencias del Tribunal electoral estipulan que sí aplica a coaliciones. Sobre todo, argumentan que el “espíritu” de la disposición constitucional, a diferencia de la “letra”, claramente se inclina hacia la aplicación a partidos y a coaliciones.
El golpe de estado contra el entonces presidente del Tribunal Electoral, Reyes Rodríguez, hace unos meses, encerraba, entre otras, esta motivación: asegurar un fallo favorable a la 4T sobre el tema de la sobrerrepresentación. Asimismo, la respuesta gubernamental vehemente, casi vitriólica, contra el intento del juez Rodrigo de la Peza, de obligar al Senado a designar a los integrantes faltantes del Tribunal, puede ser leída de la misma manera. Su mayoría automática de tres a dos es clave. Para el gobierno saliente y entrante, se trata de un asunto de vida o muerte. Para la defensa de la democracia en México, no a tal grado, pero casi.
La complejidad de todo el expediente, sin embargo, explica en parte porque se vuelve factible que AMLO gane la partida. Los argumentos jurídicos de ambas partes contienen cierta validez. El tema es muy enredado. El antecedente ya consumado en la Asamblea de la Ciudad de México, y criticado incluso por partidarios de Morena, muestra que no es imposible que el oficialismo triunfe. Conviene dar la batalla, desde luego. Pero sin grandes ilusiones. Este arroz también puede haberse cocido ya.