México y la OEA

Este viernes 16 de agosto estaba convocada una reunión extraordinaria del Consejo Permanente de la OEA en Washington. El objetivo consistía en discutir, y en su caso aprobar o rechazar, un nuevo proyecto de resolución sobre la crisis en Venezuela. Como se recordará, hace unos días la misma OEA consideró un texto —por cierto bastante tibio y que fue rechazado por una mayoría de los miembros— y faltó un voto para su aprobación. En esa ocasión Brasil, Colombia y México se abstuvieron o se ausentaron de la votación. Parece que ahora las cosas caminan por un sendero diferente.

Ilustración: Alma Rosa Pacheco

En efecto, aunque la resolución ha sido presentada por varios países, entre los cuales se encuentran Estados Unidos, Chile y Guatemala, y no participa ni Brasil ni Colombia, medios internacionales han filtrado que el texto en realidad fue redactado por los brasileños para que pudieran votar a favor. Se retoma casi exactamente la formulación del comunicado de los ministros de relaciones exteriores de los tres países de hace una semana. Se habla de la necesidad de una verificación imparcial de las actas electorales de Venezuela, que deben ser presentadas por el Consejo Nacional Electoral, y de facto, por el dictador Nicolás Maduro.

Si este es el caso, conoceremos el viernes por la noche el proyecto finalmente aprobado por una pequeña minoría, pero por el momento México anunció que no participará del debate y de la votación por un supuesto “injerencismo” de la OEA. En realidad, no hay ningún injerencismo, ya que los temas de democracia, derechos humanos, de debido proceso, Estado de derecho, libertades de prensa, etcétera, están inscritos tanto en la Carta de Bogotá de 1948 que funda la OEA, como en la Carta Democrática Interamericana firmada en 11 de septiembre de 2001 en Lima. El problema aquí es el odio visceral que le tiene López Obrador a la OEA.

Es un odio extraño, aunque típicamente setentero. En los años sesenta y setenta, los cubanos solían referirse a la OEA como el Ministerio de las Colonias, y en general los gobiernos y las personalidades de izquierda en América Latina han tendido a considerar a la OEA como un apéndice de Estados Unidos. No es del todo cierta la denuncia: en junio de 1979 la OEA aprobó un proyecto de resolución, presentado por México (mi padre era secretario de Relaciones Exteriores) tendiente a impedir la solución de un somocismo sin Somoza en Nicaragua en ese año, llevando un mes después a la llegada del Frente Sandinista al poder. Pero en todo caso López Obrador no odia a la OEA sólo por esta historia.

El pecado principal y original de la OEA, y en particular de su secretario general, Luis Almagro (que, vale la pena recordarlo, fue canciller del Frente Amplio en Uruguay), reside en el informe electoral sobre la votación en Bolivia hace tres años, cuando finalmente terminó el periodo de Evo Morales en la presidencia de aquel país. La OEA mandó una misión electoral amplia a Bolivia, redactó un informe hablando de la inexplicable “caída del sistema” durante varias horas, y adujo que el resultado no era aceptable. Después, López Obrador, creyéndose comandante de las fuerzas aliadas en Normandía en 1944, mandó a Ebrard a rescatar al pobre Evo, que desde entonces se la pasa viajando entre un país y otro, ahora peleándose con el gobierno de izquierda del presidente Luis Arce.

A tal grado llegó ese odio visceral de López Obrador a la OEA, que incluso trató ya sea de abolirla y sustituirla con un nuevo organismo, ya sea por lo menos de derrocar a Almagro o impedir su segundo periodo. Huelga decir que ninguno de estos intentos delirantes prosperó, y que tanto Almagro como la OEA siguen, y seguirán hoy mismo cuando votarán una resolución en los hechos, aunque no de jure, patrocinada por los supuestos aliados de López Obrador en la crisis venezolana: Brasil y Colombia.

Lo más extraño es que ese odio de López Obrador se da en un contexto en el cual, por primera vez desde 1948, podría haber un secretario general mexicano. Nunca lo ha habido. Pero el año entrante México tendría dos candidatos cuya elección sería prácticamente garantizada: el excanciller Marcelo Ebrard, y la actual canciller Alicia Bárcena. Ambos podrían ser, ambos contarían con el visto bueno de Estados Unidos —Ebrard más que Bárcena—, y de la izquierda latinoamericana —Bárcena más que Ebrard—. Por ser mujer, ella tendría más posibilidades, pero Ebrard seguramente evitaría un posible veto por parte de Washington. Pero seguramente ninguno de los dos va a querer presentarse. Ebrard cree que durará en la Secretaría de Economía, mientras que Bárcena probablemente siga con la idea de ser candidata a la Secretaría General de la ONU en 2026.

Creo que ambas aspiraciones son ilusas: Ebrard terminará peleado tanto con Juan Ramón de la Fuente en la SRE, como con Altagracia Gómez en la relación con los empresarios; y Bárcena difícilmente conseguirá el apoyo de una presidenta que seguramente detesta a la OEA con la misma pasión que su predecesor. Es una lástima porque, en efecto, ya toca que un mexicano ocupe el cargo, por una sencilla razón: la OEA no va a desaparecer, la Secretaría General no va a desaparecer, y seguirá tratándose de una instancia que a pesar de múltiples defectos, por lo menos tiene en su haber el ser el organismo que regula el trabajo de la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Dos instituciones que le han hecho muchísimo bien a América Latina desde hace muchos años.

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