Las transferencias del poder: antes y ahora

Los finales de sexenio suelen ser complicados en México. Antes, la sucesión presidencial priista enredaba las cosas: quien devalúa y quien no; quien reprime, y quien no; quien roba o deja robar, y quien no. A partir del año 2000, las vicisitudes de la herencia cambiaron, pero el problema sucesorio, en la etapa final de su consumación, persistió. Era demasiado largo el período transitorio —ya se redujo a tres meses— pero el trasfondo sigue siendo el mismo: este país nunca ha sabido transferir el poder pacífica, democrática y ordenadamente sin sobresaltos. Hoy lo empezamos a ver de nuevo.

Ilustración: Víctor Solís

Dejemos a un lado el tema posterior al primero de octubre: si Sheinbaum quiere, puede y debe romper con López Obrador. A final de cuentas, es asunto suyo. No hay nada que la obligue a hacerlo, ni a lo contrario. Lo que diga la Constitución, o la idea no escrita pero siempre suscrita de que en México no puede haber diarquía, es irrelevante.

El problema más cercano consiste en las decisiones que tome AMLO antes de irse, y que comprometen a Sheinbaum, porque comprometen al país. Existen dos antecedentes interesantes al respecto. El primero se gestó en los últimos días de agosto de 1982. La corrida contra el peso se tornaba irresistible; la inflación se disparaba, y José López Portillo decidió —solo— que debía imponer el control de cambios y nacionalizar a los bancos mexicanos. Le informó al presidente electo, Miguel de la Madrid, la noche anterior, a través de su hijo, José Ramón López Portillo. No hubo consulta, ni decisión conjunta. Se podrá decir que el poder es único y unipersonal hasta el último día del sexenio (faltaban tres meses), pero en este caso resulta evidente que quien enfrentaría las consecuencias políticas, monetarias y económicas de la decisión de López Portillo sería De la Madrid. Se antoja obvio que el mandatario saliente debió haber consultado con el entrante, aunque se supiera que no estaban de acuerdo. JLP no le preguntó a MMH porque sabía que discreparía de su decisión, que no era inevitable. La catástrofe del 82 duró varios años; la raíz fue la diarquía no respetada por JLP, y la renuencia por MMH a aceptar la parte cierta que encerraba.

Algo semejante sucedió alrededor del 20 de noviembre de 1994. Como es sabido, después de la renuncia en falso de Jorge Carpizo a la Secretaría de Gobernación, se desató una corrida contra el peso, cuyas causas más profundas provenían de la sobrevaluación del mismo y de la cantidad de Tesobonos emitidos a lo largo del año entero, un instrumento, por cierto, no tan distinto a los Mexdólares de 1982. La pregunta se planteaba de manera evidente: ¿quién devaluaría la moneda e impondría un programa de ajuste draconiano, como el que se requería?

En este caso sí hubo consulta, diálogo y comunicación entre equipos, sobre todo el 20 de noviembre en casa de Carlos Salinas, el mandatario saliente. Pero no hubo acuerdo, y los equipos se separaron. Ya no estaba José Córdoba en el equipo de Salinas, y Ernesto Zedillo, el entrante, no se entendía con Pedro Aspe, el secretario de Hacienda en funciones. Por muchas razones, los que se iban no devaluaron (el error de noviembre), y le dejaron el paquete a los que llegaban, que se vieron obligados a soltar la paridad apenas tres semanas después de tomar posesión (el error de diciembre). Se destruyó el patrimonio de millones de familias mexicanas.

Hoy hay comunicación evidente entre López Obrador y su sucesora: horas de vuelos y carretera cada fin de semana. Tal vez incluso haya acuerdo entre ambos. Pero es obvio de nuevo que también impera cierta unilateralidad: AMLO decidió desde tiempo atrás que deseaba meter sus dieciocho reformas —el famoso Plan C— al Congreso en septiembre, contra viento y marea. A Sheinbaum no le quedó más remedio que estar de acuerdo, como Zedillo lo estuvo con la negativa de Salinas de devaluar, y como De la Madrid lo estuvo con la nacionalización de López Portillo.

No digo que las consecuencias de la aprobación de la Reforma Judicial en septiembre sean equiparables a las de los desencuentros de 1982 y 1994. Hay reservas en grandes volúmenes, la estabilidad financiera está garantizada y no impera el grado de animosidad entre AMLO y Sheinbaum que ya en esos momentos envenenaba la relación entre los predecesores citados. No obstante, el enfriamiento de la economía, la astringencia de recursos, las tensiones con Estados Unidos y el carácter controvertido de muchas de las reformas del Plan C constituyen factores que pueden juntarse y generar una crisis.

El país no ha aprendido a transferir el poder correctamente. Podemos dudar que los casos posteriores al 94 funjan como peldaños para 2024. La entrega de estafeta de Zedillo a Fox funcionó bien; la de Fox a Calderón no, por culpa de AMLO; la de Calderón a Peña Nieto fue tranquila, mientras que la de Peña a López Obrador fue más una abdicación que transición. Lo último que necesitamos es una controversia transexenal, pero la historia nos muestra que no es descartable.

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