Se ha dicho hasta la saciedad: la popularidad de un gobierno o de un presidente no se encuentra siempre vinculada ni es dependiente de su éxito como gobernante. Nadie puede discutir las altas tasas de aprobación de López Obrador, aunque son muy parecidas a las de Zedillo, Fox y Calderón a finales de su mandato. Asimismo, el refrendo en las urnas, a través del triunfo abrumador de Claudia Sheinbaum, muestra que, por una razón u otra, el electorado —es decir, la parte de la sociedad mexicana que asume sus deberes cívicos y que cuenta— aplaudió la gestión pejista y pidió más de lo mismo. Pero, como se ha demostrado en varias tribunas —académicas, periodísticas, internacionales, conservadoras o incluso progresistas—, los resultados propiamente tales del sexenio de AMLO son en el mejor de los casos mediocres —crecimiento, reducción de la pobreza, desarrollo del sureste— o catastróficos —salud, educación, seguridad, vivienda, infraestructura—. Supongo que los cercanos colaboradores y asesores de la próxima presidenta entienden esto, y saben que su sexenio será juzgado de la misma manera ambivalente: por su éxito en las encuestas y en las urnas, y por su gestión de la realidad.
Por desgracia, las cosas no arrancan por un buen camino. Ya hasta los más devotos partidarios serios de la 4T aceptan que el esquema de distribuir sin crecer es insostenible y fútil. Los miserables salarios e ingresos del período anterior —1996-2018— le permitieron a AMLO repartir dinero y elevar los sueldos y las entregas de recursos no contributivos en proporciones notables y en cantidades muy apreciadas por quienes los recibían, pero nunca bastaron para generar una demanda interna que jalara a la economía. Ésta, además, ya está demasiado abierta para que el puro consumo interno la arrastre. Pero, sobre todo, ni las finanzas públicas, ni la situación de las empresas permiten seguir aumentando los salarios mínimos y promedio, o las pensiones para adultos mayores, el único programa social que realmente surtió efectos populares y electorales.
Por otro lado, sin crecimiento resulta imposible reducir en serio la informalidad, y por lo tanto aumentar la productividad en toda la economía, la única forma de incrementar los salarios a mediano y largo plazo. De la misma manera, sin crecimiento del presupuesto educativo y de salud, el bienestar de los mexicanos no mejorará, y no hay vía para subir el gasto en estos rubros sin una reforma fiscal, que a su vez es inviable sin crecimiento de la economía en su conjunto. Cierto: a Morena le repugna la idea de cualquier reforma fiscal, pero realizarla en plena recesión o letargo económico le horroriza más. Y eso es lo que se perfila en el horizonte.
La desaceleración de la economía mexicana ya es un hecho. Dos factores van a profundizarla el año que viene, por lo menos: el enfriamiento de la actividad económica en Estados Unidos, y el ajuste —o si se prefiere, el eufemismo de “consolidación fiscal”— en México. Aun con un “aterrizaje suave”, los norteamericanos vivirán una cuasi recesión en 2025, que ya se resiente en varias ramas económicas. Y aunque el ajuste mexicano no llegue —es imposible— a los tres puntos del PIB anunciados —sería igual al de Milei en Argentina—, algo se tendrá que hacer para que las infames corredurías no se espanten con un nuevo déficit superior a los cinco puntos del producto.
El único deus ex machina que podría surgir en la mente de los especialistas que trabajan con Sheinbaum es el nearshoring, el nuevo espejismo que ha venido a obnubilar a los analistas eternamente optimistas de la vida mexicana. A estas alturas todos ya sabemos que no habrá ningún boom de relocalización, aunque unos y otros sigan queriendo vendernos cuentas de vidrio. Ante todo, si alguna esperanza aún sobrevivía, las reformas constitucionales en curso la han neutralizado. Sin reforma fiscal que financie la inversión pública; sin seguridad jurídica que tranquilice a la inversión extranjera; sin otra actitud frente al empresariado nacional, el sexenio que viene repetirá, en el mejor de los casos, el mismo curso mediocre que el que termina. He allí el verdadero reto para la próxima presidenta, no Venezuela, ni Cuba, ni el paraíso.