Hay pocas cosas tan odiosas como los consejos o advertencias que la comentocracia le destina a los gobernantes, por lo menos en México. Cuando hay un presidente que le interesa -o quiere dar la impresión de que le interesa- lo que periodistas, analistas, académicos o columnistas piensan, los busca y escucha su opinión. Cuando no les interesa, simplemente se van a jugar golf y las posibles sugerencias caen en oídos ajenos. No sirve absolutamente de nada. A toro pasado sin embargo, algunas ideas puedan resultar útiles para otros, o sencillamente para documentar que lo sucedido no era inevitable.
Desde José López Portillo, todos los presidentes electos de México, con la excepción, desde luego, de López Obrador, han aprovechado el largo interregno mexicano para viajar al extranjero. De la Madrid voló a San Diego para entrevistarse con el presidente en funciones Ronald Reagan; Carlos Salinas se reunió con Bush padre recién electo en Houston; Zedillo viajó a Washington (para ver a Clinton), a Canadá y a Centroamérica: Fox fue a Chile, Argentina, Brasil, Estados Unidos, Canadá, y Europa; Calderón a Chile y Washington con Bush hijo; Peña Nieto, finalmente, a París y a Washington con Obama.
Todos los presidentes de países con interregnos largos como México (Estados Unidos y Chile, por ejemplo), aprovechan con salidas al exterior durante ese lapso excesivamente prolongado para dos cosas. Primero, para aprender: cómo saludar a un jefe de Estado, revisar una guardia, cumplir con el protocolo, ver en acción a su equipo, adelantar lo que van a hacer a algún homólogo clave, etc. Segundo, para que los demás lo conozcan a él o a ella: si es igual a o diferente de sus predecesores, si es de izquierda o de derecha, si es reformador o conservador, si tiene una agenda o no, si el país visitado le importa (o no).
Desconozco obviamente las razones por las cuales Claudia Sheinbaum no dedicó un par de días de su transición recortada -como la de Zedillo- para ir a Estados Unidos, por ejemplo, para entrevistarse con Biden, Harris y Trump (lo que hizo Fox con los personajes equivalentes en el año 2000). O a Canadá, con quien había una relación necesitada de reparación, debido a la antipatía entre AMLO y Trudeau. O por lo menos a Guatemala, para apoyar a Arévalo. Tal vez a Sheinbaum no se le ocurrió (lo dudo), o lo pensó y vio más inconvenientes que ventajas en viajar; tal vez sus colaboradores pertinentes no intentaron convencerla -son los más interesados- o trataron y fracasaron. El hecho es que su primera salida al exterior fue a Río al G-20, y que ahora busca cómo arreglar los problemas con Trump y Trudeau, el primero a quien no conoce, y el segundo a quien vio unos minutos en Brasil.
Van entonces algunas ideas ya no retrospectivas para recoger el tiradero. Primero, dejar de hablar. Es absurdo contestarle a cuanto personaje menor opina sobre lo que va a hacer o no Estados Unidos o Canadá, desde The New York Times yRolling Stone hasta la embajadora de Ottawa en Washington. Si no puede suspender las mañaneras, cada vez que le pidan una reacción ante tal o cual comentario o artículo, limitarse a “sin comentarios”. No hay manera de evitar nuevos desencuentros si conduce la política exterior en público todos los días.
Segunda idea: reunirse con Trudeau y con Trump, separadamente, lo más pronto posible. Con el canadiense es fácil: basta pedir la cita allá. Le toca a ella, por antigüedad, porque López Obrador nunca fue a Canadá y porque Trudeau sí viajó a México para una trilateral. Con Trump existe la opción de Mar-a-Lago, o desde ayer, la de París el 7 de diciembre. Ya anunció el magnate que va a asistir a la reapertura de la catedral de Notre Dame; Sheinbaum, como la presidente del segundo país católico más poblado del mundo, tiene más que motivos para acudir. Bernardo Gómez, de Televisa, puede arreglar la cita en dos patadas.
Tercera especulación: cuando vea a Trump, llevar un compromiso específico, claro, contundente, que puede cumplir. Sin eufemismos ni simbolismos, sin sermones, sin pensar en la taquilla mexicana, que Trump pueda divulgar si quiere, pero que resultaría preferible mantener reservado, con una promesa -siempre insuficiente- de Trump de respetarla. Mi preferencia: no vamos a coquetear con China, no vamos a jugar la carta china, no buscamos ni contemplamos alternativa más que la opción de América del Norte, ojalá con Canadá, pero en todo caso con Washington. Decirlo con claridad, sin rodeos, mirando a los ojos, sin solemnidad, pero con seriedad. Sería un compromiso creíble, comprobable e importante, susceptible de ser bien recibido, y que no implica ninguna concesión mexicana real, ya que no nos queda más remedio que seguir ese camino. Hay otros posibles compromisos, pero o no son verosímiles, o sí implican costos exorbitantes.
El tiradero es mayúsculo y no se arregla con bravuconadas o payasadas (el himno). Pero tiene solución. Ya.