Jorge G. Castañeda
La intervención del nuevo subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, este pasado miércoles, fue sorprendente y bienvenida: Alejandro Encinas reconoció la existencia de una crisis de derechos humanos en México. Se trata de un gran paso adelante frente al gobierno de Peña Nieto, que aun cuando Roberto Campa era el vocero oficial en esta materia, costaba mucho trabajo admitir la magnitud del fenómeno.
Encinas colocó el acento en el tema de las desapariciones forzadas. Citó las cifras de 38 mil desaparecidos, 26 mil cuerpos sin identificar y más de 2 mil fosas clandestinas. Se planteó de esa manera un reto gigantesco.
En teoría, la tarea es relativamente sencilla. Por un lado, el Estado mexicano, a través de todas sus instancias, dispone de una lista de nombres de 38 mil desparecidos. Por el otro, dispone de un acervo de 26 mil cuerpos no identificados. El llamado “matcheo”, un anglicismo horrible pero claro, es factible. Sólo se debe proceder, en el peor de los casos, a pruebas de ADN para “juntar” un nombre con un cadáver y resolver por lo menos 26 mil casos. En los hechos se trata de una tarea titánica, casi imposible, por costo, por falta de recursos humanos y, sobre todo, por las implicaciones que entrañaría.
En efecto, cada desaparecido identificado trae consigo la obligación para el Estado de investigar y encontrar la causa de muerte. Aun aceptando la aberrante tesis de Calderón de que casi todos son narcos que se mataron entre ellos, el “pequeño” porcentaje de 10 o 20% equivale a entre 2 mil y 5 mil muertos a manos de “no-narcos”, es decir, autoridades estatales. La mayoría terminaría formando parte de las autoridades federales, ya que las municipales con dificultades están armadas y las estatales son muy pequeñas. ¿Quién va a acusar al Ejército, a la Marina y a la PF de tantas ejecuciones? Y si la tesis calderonista es falsa, el número resultaría mucho mayor.
Peña Nieto, con toda razón, no se metió en esas honduras. En los hechos, desistió de buscar a los desaparecidos, de identificar a los muertos y de realizar el cotejo de unos y otros. Según uno de los notables artículos de Daniel Wilkinson, de Human Rights Watch en El Universal, el gobierno anterior resolvió poco más de mil casos. Sólo faltan 37 mil.
Ahora bien, la magnitud del reto formulado por Encinas explica bien su reprobable silencio y, sobre todo, el abandono por parte de López Obrador, de los casos más sonados de violaciones de derechos humanos durante el sexenio de Peña Nieto. Sólo los 43 de Ayotzinapa serán objeto de una Comisión de la Verdad. Con esa excepción, los casos incluso más claros y nutridos, como Tanhuato, Tlatlaya, Nuevo Laredo (responsabilidad de la Marina que Encinas aceptó ante la CIDH, pero que no necesariamente tendrá consecuencias) y Apatzingán, entre otros, permanecerán en el olvido o el silencio. Por una sencilla razón: implican al Ejército, o la PF, o la Marina. Y allí, López Obrador no se quiere aventurar.
Encinas cree en los derechos humanos. AMLO, quién sabe. Pero su posible convicción tiene un límite: no tocar a las Fuerzas Armadas. Su pacto con ellas es evidente. Su disposición a mantenerlas quemando sembradíos de mariguana y amapola se comprueba con las mismas fotos ya publicadas durante los primeros días de la 4T, de militares cumpliendo con las mismas tareas absurdas que antes. AMLO no quiere a los militares en las calles para proteger a la ciudadanía, los quiere en la sierra destruyendo sembradíos y deteniendo cargamentos de mariguana, cocaína de América del Sur, y heroína de Guerrero y del Triángulo dorado. ¡Suerte, Alejandro, y felicidades!