No puedo ya, en aras de la legítima corrección política, citar en su totalidad la expresión mexicana según la cual “No es la culpa del … sino del que lo hizo compadre”. Pero creo que sirve para entender el fondo del fiasco del avión presidencial, que anda ambulando (por no decir volando) por el mundo, en busca de comprador. El TP-01 no tiene quien lo compre, aunque ni Obama lo tenga.
Dejemos a un lado lo que ya se ha dicho y escrito hasta la saciedad. La compra fue una tontería —en el mejor de los casos— de Calderón; Airbus le había ofrecido una nave equivalente a un precio muy inferior. Venderlo ahora es ridículo, porque en el mejor de los casos se podría conseguir la mitad de lo que costó, apenas hace siete años, según el avalúo que el propio gobierno de AMLO publicó. El costo de arrendamiento, de mantenimiento, de estacionamiento es superior al costo de operación de haberse utilizado este año. Además, los desplazamientos de AMLO en línea comercial son todo menos que gratuitos. Junto con el, viajan su avanzada, la seguridad, su gente de prensa, de enlace y de comunicaciones. Las líneas aéreas cobran las tarifas más caras, porque pueden y porque el avión donde viaja el presidente inmediatamente se “convierte” en el TP-01, con un costo importante para las empresas.
Ilustración: Patricio Betteo
Todo esto es, en mi opinión, lo de menos. Lo de más es cómo la prensa nacional y extranjera (en este caso ha sido igual de desidiosa e ignorante que la mexicana), la oposición, la clase política y hasta las encuestadoras han atendido este asunto. En las encuestas, justamente, la venta del avión figura entre las decisiones mejor vistas, o más aprobadas, por la sociedad mexicana, junto con la cancelación de las pensiones a los expresidentes, el cierre de Los Pinos, y los viajes en vuelo comercial, que va junto con pegado. Pero GEA, por ejemplo, una empresa seria y sólida, formula así la pregunta: “¿Cuál ha sido el mayor acierto del gobierno de AMLO? Vender el avión presidencial”.
En otras palabras, los mexicanos aplauden una venta inexistente; califican ese hecho —ficticio— como otros, más o menos ciertos. La gente piensa que se vendió el avión y que con los consiguientes recursos se podrá financiar cualquiera de los proyectos delirantes que a cada quien se le ocurran. Los medios masivos de comunicación no supieron informar con suficiente claridad y constancia de que no se había vendido el avión, que probablemente no se vendería, y que todo consistía en un enorme engaño.
La oposición, sobre todo el PRI y el PAN, se aterró ante la idea de criticar una “decisión” popular, sobre todo a la luz de su complicidad: Calderón por comprar el Dreamliner, Peña por utilizarlo. No tuvio las agallas necesarias para denunciar desde un principio que la idea de viajar en vuelos comerciales, de vender la flotilla de aviones del EMP y de rematar el TP-01 constituía una imbecilidad mayúscula, más allá del riesgo para la seguridad presidencial.
¿Quién tiene la culpa del fiasco? ¿López Obrador y sus ocurrencias y necedades? ¿O quien lo hizo compadre? A saber: la sociedad mexicana, en su fe ciega e infinita propensión por creer lo que el tlatoani dice, y las élites mexicanas, incapaces de confrontar a un presidente fuerte, en un tema popular, pero aberrante.