La lana de los partidos

El Financiero

Jorge G. Castañeda

Quienes hemos sostenido desde hace años que el monto –no el hecho per se– del financiamiento público de los partidos políticos es un verdadero insulto, no podemos más que congratularnos del hecho de que, de repente, se vuelva una consigna y causa de la sociedad civil más o menos organizada. Pedro Kumamoto, en Jalisco, adoptó la bandera hace poco, por una vía indirecta pero ingeniosa. Ahora millones de ciudadanos la hacen suya, a raíz del sismo y del enorme gasto de reconstrucción que va a implicar.

Las fórmulas son lo de menos. Unos, contra el Presupuesto de 2017; otros, de 2018. Unos, 25 por ciento, otros 50 por ciento y otros más hasta la totalidad. Unos, al Fonden, es decir Hacienda, es decir el gobierno, es decir Peña Nieto. Otros, a un fideicomiso supervisado por un comité ciudadano. Ninguno de estos esquemas es perfecto, ni existe otro que lo sea, ajeno a nuestra imaginación actual. Todos encierran ventajas e inconvenientes; en el fondo, lo esencial es que se haga.

Conviene recordar, como me lo ha hecho notar mi buen amigo Toño Meza, que la inmensa mayoría de los inmuebles destruidos, o que deberán serlo, por lo menos de la Ciudad de México, son privados. O están asegurados, y entonces el apoyo a los habitantes o propietarios se canalizaría a las compañías de seguros, o no lo están, en cuyo caso los recursos se dirigirán a los dueños más que a los inquilinos. Pero este es un tema secundario, aunque no debe ser menospreciado. El dinero de los partidos es público; es de los contribuyentes, y no sé si a mí me gustaría que la pequeña proporción de mis impuestos que le toca a los partidos o al INE, acabara en las arcas de MetLife o Seguros GNP.

Lo esencial es si la ‘devolución’ –término políticamente incorrecto pero acertado– de las enormes sumas entregadas a los partidos para destinarse a la reconstrucción debe constituir un gesto de generosidad o de oportunismo político –no tiene nada de malo– y sólo eso, o transformarse en legislación aprobada en las peores condiciones posibles.

En efecto, hacer leyes al vapor de la coyuntura, o al calor de la tragedia, es lo peor posible. No son las salchichas de Bismarck, sino lo que sigue. Una cosa es que la gente odie a la partidocracia –llevo yo 13 años dando esa pelea, con mayor o menor éxito–, otra es que el rechazo, hartazgo o repugnancia se vuelva exposición de motivos de una ley.

Una cosa es que nuestras elecciones –INE, partidos, estructuras estatales– sean, voto por voto, casilla por casilla, de las más caras del mundo, y otra es que un tema de enorme complejidad como el financiamiento de campañas se quiera resolver en dos patadas, con cada bancada buscando ser más demagógica que la otra.

Fuimos, por buenas y malas razones, demasiado lejos en el financiamiento público de los partidos. Llegamos a extremos de recursos –dinero, franquicias postales y tiempo aire, entre otros– que son intolerables para la gente, cuando se entera, y para los especialistas, cuando se ocupan. La solución, sin embrago, no es Citizens United, es decir, la demanda interpuesta ante la Suprema Corte de Estados Unidos por la ultraderecha y que le permitió a las grandes empresas donar recursos a candidatos, cuando antes sólo podían hacerlo los particulares.

Eso exige un largo debate, mucha serenidad, e información. Requisitos, obviamente, incumplibles en el clima actual de la Ciudad de México y del país. Lo ideal sería que los partidos entregaran sus dineros, el mayor monto posible, tomando en cuenta sus pasivos. En un segundo momento, que cada candidato a la presidencia en 2018 presentara una propuesta de financiamiento de campañas –a la norteamericana, a la europea, a la chilena, etcétar– y que se convierta el tema en una problemática de debate. Ya después, en el sexenio siguiente, sin el afán de dizque quedar bien con uno o con otro, que se legisle en frío, a sabiendas de que en esta materia no hay soluciones perfectas.

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