¿Huele a gas?

El apagón de estos últimos días en el norte del país ha sido atribuido a la congelación del gas natural importado de Texas, debido a la tormenta anormal que azotó a ese estado de la Unión Americana. Como importamos casi el 70 % del gas natural que consumimos en México, y prácticamente todo se utiliza para generar electricidad, un porcentaje elevado proviene en efecto de Texas. Parece lógica la explicación, así como las conclusiones simplistas, patrioteras y en el fondo tontas que López Obrador y otros quisieran sacar de este percance.

Todo esto me recuerda el debate que hubo en México hacia finales de los años 70, sobre el famoso gasoducto Cactus-Reynosa, que López Portillo y Díaz Serrano querían construir para poder utilizar el gas asociado procedente de los pozos petroleros de Tabasco y la sonda de Campeche, en lugar de quemarlo en la atmósfera. Díaz Serrano propuso construir un gasoducto que iría de los yacimientos del sureste mexicano a Reynosa; ahí cruzaría la frontera a Estados Unidos y sería un producto de exportación mexicano, pero camino a la frontera también llegaría a la ciudad de Monterrey y surtiría de gas a la industria regiomontana.

Heberto Castillo, la revista Proceso, y muchos más protestaron en contra del gasoducto. Lo tildaron de un nuevo Canal de Panamá, de una aberración, un desperdicio, de algo que no debía construirse, no sólo por motivos de seguridad nacional, sino también para no exportar materia prima que más bien debía ser consumida, procesada y transformada en petroquímica primaria o secundaria en México.

Ilustración: Patricio Betteo

El argumento de Castillo y otros —recuerden: huele a gas— era absurdo. Pero entre las dificultades internas y el hecho de que Estados Unidos se negó a permitir la compra del gas por empresas privadas norteamericanas a un precio aceptable y costeable para Pemex, el gasoducto nunca llegó hasta Estados Unidos. En cambio, se construyó la llamada Schlesinger Bend, o la curva nombrada evocando el nombre del Secretario de Energía de Estados Unidos, James Schlesinger, quien se negó a permitir la compra. Y el gas se quedó en México.

Con el paso de los años no fuimos capaces de encontrar grandes yacimientos de gas seco, ni siquiera en el noreste del país, y el gas asociado se fue agotando con la caída de la producción de crudo. Resultó, con el paso del tiempo, más costeable importar gas natural de Estados Unidos —de Texas, donde se producía cada vez a menores costos— que tratar de encontrar yacimientos de gas seco en México o procesar y transportar el gas asociado a los pozos petroleros. Así poco a poco se fue construyendo una red de gasoductos procedentes de Estados Unidos, y algunas plantas de gas líquido LPG que importábamos de Indonesia, Perú y de algunos otros países, en zonas donde era difícil llevar gas natural de Estados Unidos.

En teoría, un país sensato, con una industria petrolera nacional, hubiera procedido de la manera en que procedimos, pero tomando en cuenta la posibilidad de que tuviéramos una reserva suficiente de gas natural almacenado para que en caso de un desastre natural, o de una agresión energética de Estados Unidos, pudiéramos sortear la consiguiente crisis. Recuerdo que, en los primeros días y meses del gobierno de Trump, una de las razones que esgrimía la gente de Peña Nieto para no responderle a tú por tú a las agresiones del nuevo presidente de Estados Unidos era que México no podría resistir una interrupción del suministro de gas natural, ya que se apagaría el país. Es probable que algo de cierto hubiera en ese temor, aunque la amenaza parecía inverosímil en vista de la necesidad de los propios exportadores de gas natural de Texas de venderle su mercancía a los compradores mexicanos.

El hecho es que hoy López Obrador usa otra vez el argumento de la autosuficiencia, de la soberanía, de la independencia energética, para apelar a los peores sentimientos de la sociedad mexicana. Si uno le pregunta a la gente: ¿qué es mejor en un país con enormes recursos petroleros: importar gas o consumir el que producimos? La gente sensatamente respondería que es preferible consumir lo que producimos. El problema desde luego es que en primer lugar no lo producimos, y en segundo lugar, sería más caro si pudiéramos producirlo. De la misma manera, si uno le pregunta a la gente: ¿qué vacuna es mejor, una mexicana que se llame Patria, o una del imperialismo yanqui que ni siquiera tiene nombre propio y sólo lleva el apellido de la empresa multinacional que lo fabrica? Pues tal vez muchos mexicanos dirían mejor que me pongan la Patria o la cubana o la rusa, pero todos estos son falsos dilemas. México no estará en condiciones de ser autosuficiente en la producción de gas natural hasta dentro de muchísimo tiempo, si es que las reservas de gas seco o asociado en las aguas profundas, en aguas someras y en tierra —por ejemplo, la famosa Cuenca de Burgos— existen y son costeables a los precios actuales y futuros.

Mejor sería construir una cierta capacidad de almacenamiento, negociar con el gobierno de Estados Unidos garantías de suministro dentro del TMEC hasta donde sea posible hacerlo; quizás diversificar un poco la importación, sobre todo de gas LPG. Pero no pensar que vamos a ser autosuficientes en gas natural o en gasolina, o en maíz, o en lo que sea. El último país autosuficiente en todas esas cosas —y nunca lo fue realmente— fue la Unión Soviética. Quizás China también en los años 50 y 60, a pesar de la ayuda soviética. ¿De veras queremos seguir ese camino?

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